Era uno de los más queridos y recordados periodistas tabasqueños Isidoro Pedrero Totosaus, quien clasificaba a los integrantes de la clase política mexicana, en el último tramo del siglo XX, como sapos y changos. Los primeros llegaban de un salto repentino al lugar del que ya nadie podría moverlos, pues estaban dispuestos a soportar todo a cambio de quedarse donde estaban; los segundos, trepadores, empleaban todas sus extremidades —incluyendo la cola— para impulsarse de una rama a otra cada vez más alta. Los sapos eran leales pero lentos, y los changos, ágiles pero movedizos.

Apenas ha transcurrido una semana desde las elecciones y la clase política mexicana ya comienza a situarse alegremente entre los sillones del próximo gobierno, mientras el futuro presidente va anunciando poco a poco los nombramientos de quienes serán sus colaboradores principales. La cercanía, la lealtad y la amistad vuelven a brotar como las claves de esas primeras designaciones que han ido mezclando historias de vida muy distintas —desde la izquierda radical hasta la derecha intransigente del espectro político de México—, hermanadas solamente por el tronco fértil del ganador indiscutible de las elecciones. Los changos que alguna vez fueron adversarios han ido cogiendo ramas para colarse entre el follaje y se van multiplicando; los sapos que saltaron antes de otros pisos van afirmándose entre las raíces pródigas del nuevo régimen.

La mecánica de esos nombramientos responde a la cultura política del viejo régimen, renovada, sin embargo, por el caudal de legitimidad que obtuvo el futuro presidente en las urnas y por los errores y el descrédito de buena parte de las dependencias y de los órganos autónomos que todavía gobiernan el país. He aquí la paradoja de la mudanza que ya está en curso: el mensaje inequívoco de cambio se confirmó el domingo 1 de julio, desde que México comenzó a emplear votos y no balas como medio para la asignación de los poderes públicos: cambiar todo lo que no ha funcionado y cambiarlo pronto. Pero las designaciones que se han venido dando han obedecido, repito, a la cercanía, la lealtad o la amistad.

Muchos nos hemos opuesto a la captura sistemática de los puestos y los presupuestos en nombre de esos criterios propios de sapos y de changos no sólo porque privilegia la identidad del grupo por encima de los méritos republicanos, sino porque la legitimidad no es transferible. La captura y el reparto arbitrario de los puestos, las decisiones y la asignación de los dineros públicos entre allegados es, de hecho, la causa más importante de la corrupción. Y por eso es muy preocupante que la cultura de la identidad política individual y la obediencia hacia el líder comience a imponerse sobre el examen de la hoja de vida y los resultados entregados.

De seguir así, lo menos que puede pedirse al futuro presidente es que no desgaste su legitimidad propia otorgando nombramientos por razones que no se sostengan en las trayectorias limpias y eficaces de los designados y sin que haya contrapesos para evitar a tiempo sus posibles despropósitos. Impedir que el empleo público se convierta en un botín del grupo ganador es una de las deudas más relevantes de la democracia mexicana y uno de los cambios que deben exigirse desde luego al gobierno que vendrá.

Que nadie se sienta ungido por la influencia y la amistad, sino reconocido por sus méritos y consciente de la responsabilidad de servir a los demás; que no haya más intermediarios políticos a modo, sino funcionarios públicos republicanos, austeros y demócratas. Ni sapos ni changos, sino mexicanos y mexicanas de los que todos podamos sentirnos orgullosos.

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