Hace unos días, a raíz del asilo concedido a Evo Morales, el presidente López Obrador recomendó tres libros, pues según él, si quienes lo critican por eso los leen, comprenderán que dar asilo es una política de larga data en la historia de México.

Sin embargo, eso no es del todo cierto. Hay casos en que sí y casos en que no. La política de aceptar asilados, exiliados, refugiados, o como se le quiera llamar a los inmigrantes no ha sido ni es coherente. Por ejemplo, en el caso del cónsul Gilberto Bosques, al que AMLO menciona porque según dice, le dio visas a judíos, no fue exactamente así. El diplomático se las dio a republicanos españoles y resultó que entre ellos, como lo investigó Mardoqueo Staropolsky, hubo algunos judíos. O en el caso de los sudamericanos que llegaron a raíz de los golpes de estado militares de los años ochenta, se les dejó entrar pero no se les recibió como a los chilenos, a quienes por instrucciones directas del presidente Echeverría se les apoyó de manera especial.

Lo importante es destacar que hay una actitud ambigua frente a los extranjeros.

A principios del siglo XIX, el cura Hidalgo dijo: “hemos de tomar las armas para correr a los gachupines y no consentir en nuestro territorio a ningún extranjero”, pero al mismo tiempo, avanzado ese siglo, el gobierno le pidió a extranjeros que vinieran al país, para que “mejoraran las cualidades físicas, las cualidades morales y la actitud hacia el trabajo de los naturales de estas tierras”, los cuales, según decía Andrés Molina Enríquez, “eran gente insuficiente en calidad”.

Y en el siglo XX, se decía que se les abrirían las puertas a quienes huían de las guerras, las persecuciones, la pobreza y la discriminación, por igual si eran refugiados del derrumbado imperio turco que de la primera guerra mundial, de la guerra civil española que del nazismo, pero al mismo tiempo, se expedían leyes que pretendían impedir a los sirios, libaneses, armenios, hindús, turcos, palestinos y árabes que entraran al país porque se consideraba que si se mezclaban con los nacionales producirían “degeneración en sus descendientes”, a los judíos “por sus características psicológicas y morales” y a los chinos por ser “raza indolente y perezosa, ruin y abyecta”. Las historias de barcos cargados de inmigrantes que se quedaron sin poder entrar a puerto y de las matanzas de chinos están perfectamente documentadas.

Si queremos comprender lo que sucede en México respecto a los inmigrantes, hay que leer diferentes versiones de las cosas: por un lado, las que nos sugiere el presidente sobre quienes fueron recibidos con puertas abiertas, como sucedió con Trotsky, el rey Carol de Rumania, la señora Tencha Allende o Evo Morales, y las de quienes pudieron entrar sin impedimentos desde fines del siglo XIX hasta la segunda década del XX, como sucedió con los venidos de Medio Oriente y del este de Europa, y quienes en los años setenta del siglo pasado venían de Sudamérica, pero también hay que leer las de quienes encontraron las puertas cerradas como los judíos en la tercera y cuarta década de ese siglo, los centroamericanos en los años ochenta, a los que se deportó casi en su totalidad y se aplicaron medidas destinadas a controlar su afluencia y los que huían del este de Europa por las limpiezas étnicas en los años noventa.

Solo así se podrá tener el panorama completo, algo muy necesario porque hoy la ambigüedad sigue presente, pues al mismo tiempo que se da asilo al expresidente de Bolivia, a haitianos, colombianos, hondureños o kenianos se les deja atorados en nuestras fronteras.

Invito al López Obrador a conocer ese otro lado de la historia, y tal vez así, terminar con esa indefinición, pues si algo es cierto, es que siempre ha sido el Presidente de la República quien toma la decisión de aceptar o no a los inmigrantes.

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