Todos los cinéfilos hemos visto sus películas y hemos aprendido sus parlamentos de memoria, conocemos su mirada y la tratamos de interpretar. Tom Hanks, uno de los actores más amados en el mundo, parecería tener una vida perfecta: inteligencia, talento, fama, fortuna, prestigio. Un matrimonio de tres décadas. Sabemos que se mete en la piel de sus personajes, que los estudia a fondo, trabaja su actuación durante meses para colocar los títulos en los cines y las plataformas digitales. Mientras lo hace, nos enamoramos del empleado de la empresa de paquetería que sobrevivió a un naufragio, queremos a Forrest Gump con entrañable afecto, nos sentimos solidarios con el joven enfermo en Filadelfia y nos enternece el arquitecto viudo que vivía en Seattle.

Hanks, como muchos triunfadores, es víctima de su propio éxito. No puede salir solo. Vive con el constante miedo de un ataque a su persona o a sus propiedades.

En Nueva York, hace pocos días, al salir de un restaurante, rodeado de un equipo de seguridad, uno de sus fans se abalanzó hacia él y Rita Wilson, su esposa. El hombre, en un acto temerario, quiso abrazarla para tomarse unas fotos con el celular. No estaba solo. Muchos fans esperaban afuera del restaurante. Hanks reaccionó con furia, con miedo, gritó insultos. Sus escoltas lo protegieron y no pasó a mayores. Pudo tratarse de un delincuente, sin embargo. Cada día ocurren crímenes perpetrados por gente desequilibrada. Leí la noticia con preocupación: el actor padece diabetes tipo 2, desde que tenía 36 años. En marzo de 2020 tuvo coronavirus. Su salud es delicada.

En cuanto una persona tan conocida llega a un restaurante, meseros y comensales se vuelven reporteros, sacan fotos, envían mensajes a sus conocidos y tratan de inmediato de partir una rebanada del pastel de la fama. Por muy acostumbrado que esté, el famoso se cansa, siente miedo y llega al arrepentimiento: ¿por qué haber tomado ese camino en la vida, pudiendo tener una profesión más modesta?

Por otro lado, está la vocación, la pasión que quema por dentro, la necesidad emocional de actuar, cantar, pintar o dirigir un proyecto.

Hay soledad en la cima, dice una verdad contemporánea. Ricos y famosos están arriba, con sus más allegados. Debajo de ellos, su equipo más cercano: médico, abogado, terapeuta, entrenador, maestro, representante, experto en finanzas.

En el siguiente peldaño: productores, guardaespaldas, asistentes, traductores, intérpretes, empleados de confianza. Dos niveles más abajo: los mil gestores que logran el éxito económico. En la base, el público: seguidores, lectores, clientes, promotores. Este grupo de fieles puede contarse en millones.

Dice Shakespeare, en su comedia Noche de reyes: “Hay personas que nacen con grandeza, otras adquieren la grandeza, y a algunas la grandeza se les viene encima”. Los personajes de ese dramaturgo lidian con la soledad que les exige su permanencia en la cima.

Mario Benedetti escribió: “La soledad es un oasis / está en litigio / no tiene sombra / y es puro hueso / la soledad es un oasis / no hace señales / pesa en la noche / lo ignora todo / la soledad no olvida nada / cava memorias / está desnuda / se encierra sola”.

Google News