La noción básica de cultura de la legalidad es que la mayoría de los integrantes de una sociedad conscientes de la fuerza coactiva del Estado, conocen y aceptan la ley con simpatía hacia la aplicación de la misma.

Con la auto adherencia del ciudadano a la ley, existe: conocimiento del sentido de las principales normas jurídicas; voluntad generalizada de acatarlas; gobierno con instituciones funcionales; aplicación de sanciones previstas en ley; procesos judiciales garantes de los derechos de los acusados;  apoyo gubernamental a víctimas; persecución de la delincuencia y un sistema de renovación de leyes donde el ciudadano tenga opción de participar.

En cambio, si no hay tal cultura, aparecen: desconocimiento de los derechos fundamentales; proclividad al favoritismo y colusión de intereses; autoridades incompetentes; impunidad y corrupción; procesos judiciales injustos sin respeto a derechos humanos; abandono de víctimas, prevalencia de la delincuencia y leyes ineficaces impuestas por los procesos formales legislativos.

Un escenario así, incrementa la desintegración social y hace fácil que individuos o grupos de ilegalidad o delincuencia, aprovechen para legitimarse con discursos que se apropian de los valores que reconoce una sociedad.

Esta perversión de la moral colectiva, es un mecanismo típico de la ilegalidad para multiplicar adeptos, provocar imitaciones y apoderarse de la conciencia social, con un efecto devastador: se le deja de combatir y el ciudadano común la asume como parte de su existencia cotidiana. Entonces, la ilegalidad y su faceta más temible, la delincuencia organizada, dejan de ser solamente un tema de aplicación de la ley y escalan a un nivel político, como problema de gobierno para la autoridad.

El alcalde de Palermo, Italia, Leoluca Orlando afirmaba que el origen de la mafia es la ilegalidad identificadora, que se presentaba cuando la ausencia de autoridad deja el campo a la delincuencia que usa los valores sociales como sustento moral de su ilicitud.

Su modelo para enfrentar al crimen organizado parte de la cultura de la legalidad; es decir, la ley para imponer el orden, a lo que se suma la promoción de los valores que la integran para lograr su aceptación. Aplicar sólo la Ley es infructuoso si el delincuente actúa amparándose en el falaz uso de valores para legitimar una delincuencia o ilegalidad evidentes como cuando pregonan que la deslealtad se castiga con la muerte, cuando eliminan enemigos aduciendo justicia para los ciudadanos o constituyéndose en benefactores de su comunidad.

Este es un aspecto de necesaria atención en el problema que existe en Turicato, Michoacán, donde los seguidores de una secta religiosa destruyeron una escuela, evitando que cerca de 200 niños iniciaran el ciclo escolar de educación básica. Un grupo de personas ha logrado en cuatro décadas un poder absoluto en ese lugar y ha puesto en entredicho la capacidad de gobernar de autoridades de todos los niveles de gobierno; parece que la solución real no está en sólo aplicar la ley entre particulares.

Sin duda, toda persona tiene el derecho humano garantizado en el artículo 24 de la Constitución Federal “para profesar la creencia religiosa que mas le agrade…”. Pero, ningún derecho puede defenderse con la violencia.

El reclamo de libertad de creencia que esta secta hace a la autoridad, no tiene sustento que permita vulnerar el derecho fundamental de la educación, necesaria para el desarrollo personal basado en la convivencia y libertad. Sus razones son las mismas que usaban los tiranos para mantener la ignorancia.

En un país con una Constitución que proclama libertad e igualdad para todos, el problema de Turicato necesita -también- del enfoque de la cultura de la legalidad.

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