En México, se da la particularidad de que los rencores pueden durar más que la vida. Si lo analizamos bien, los mexicanos presentamos una Historia absolutamente maniqueísta, y por esa misma razón, inverosímil. De acuerdo con la superficie de nuestra Historia Nacional, los buenos son tan lisos y aburridos como sus estatuas; y la de los malos no admite siquiera el planteamiento de la duda y mucho menos matices que alteren su negrura. Cuando se trata de nuestros villanos, las pasiones se desbordan, las voces se levantan y nuestra capacidad de encono se muestra en todo su esplendor. Tal vez esta sea la razón por la cual el bagaje de nuestros odios históricos es tan abundante y profundo como el de nuestras tradiciones. A veces tengo la impresión de que esa pesada carga se suma todos los días a nuestros problemas reales; y entre una y otros, acabamos cargando una cruz inmensa que cada día hacemos más pesada.

Para muestra un botón: Las marchas que cada 2 de octubre se llevan a cabo en la ciudad de México. Los contingentes muestran año con año, a mucha gente gritando consignas de odio y resentimiento. Con ese pretexto, muchos jóvenes absolutamente ajenos a lo que sucedió hace 44 años, hacen desmanes, injurian y agreden. ¿Por qué somos así?; quién sabe. Idiosincracia, creo, le dicen a este mal. Mi papá me platicaba que durante su niñez en los años treintas del siglo pasado, veía cómo todos los 12 de octubre los abarroteros españoles cerraban sus negocios porque justo ese día los vengadores del rey Cuauhtémoc acudían a apedrear sus establecimientos para conmemorar así el Día de la Raza.

Lo curioso era constatar que las mentadas de madre y los insultos eran pronunciados en perfecto castellano, por devotos católicos herederos del Dios bondadoso traído de España. Mi papá no recordaba que alguno lo hiciera en totonaca o en alguna lengua indígena, ni mucho menos en nombre de Huitzilopochtli, Tláloc o Quetzalcóatl. Así, lo del 68 es poca cosa si se compara con los más de 400 años que entonces habían pasado desde la conquista de la gran Tenochtitlan.

Esto no es sano ni está bien ni nos ayuda. A poco Alemania sería hoy la potencia que es, si en aquel país se organizara cada año una aguerrida manifestación de repudio a Hitler. Que yo sepa, la comunidad afroamericana de los Estados Unidos no anda cada año en las calles de Washington conmemorando la discriminación que sufrieron durante mucho tiempo. Allá cambiaron de veras y sin simulaciones ni regateos, sentaron bases para castigar eficazmente cualquier tipo de exclusión, a grado tal que hoy su presidente es precisamente un destacado miembro de esta comunidad. Los países civilizados aprenden realmente de sus errores y lo demuestran con hechos, en vez de organizar carnavales ex profeso para la exhibición de sus miserias.

La proclividad que tenemos hacia nuestra propia victimización es digna de estudio, así como la forma en la que muchas veces percibimos al poder y la autoridad. Y me refiero a cuando el encumbramiento de alguien se asume como una especie de potestad para abusar de los otros; y aludo también a las ocasiones en las que el derrocamiento de la tiranía se entiende como un proceso infinito de sustitución, en donde los abusados esperan pacientemente su turno para —por la vía del agandalle— convertirse en abusivos. Es frecuente observar que los peores verdugos que podemos tener los mexicanos somos nosotros mismos, los de nuestra comunidad, los de nuestro mismo grupo. Tal vez por eso, los americanos encomiendan a sus ciudadanos de origen mexicano, la custodia de nuestra frontera.

Hay muchas cosas que debemos cambiar. El gobierno tendrá que ocuparse de lo suyo y los ciudadanos de lo nuestro. El culto al rencor no nos ha dejado nada bueno, así que valdría la pena dejar de insistir en ejercicios de catarsis que, lejos de desahogarnos, lo único que han logrado es ahogarnos todavía más.


Vocero del equipo de transición de gobierno

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