El pasado 9 de agosto, en un acto celebrado en Zacatecas, el presidente Andrés Manuel López Obrador soltó una frase lapidaria referida a su predecesor: “No es cierto que el presidente no sabía, o que lo engañaron o fueron desleales sus colaboradores. El presidente tiene toda la información, claro que sabe todo”.

Pues resulta que no, que el presidente no sabe todo. O al menos no si todo incluye el operativo frustrado para capturar al hijo de Joaquín El Chapo Guzmán. En su conferencia mañanera de ayer, el presidente afirmó lo siguiente: “Yo no estaba informado [del operativo], no me informan en estos casos porque hay una recomendación general, hay un lineamiento general que se aplica, le tengo mucha confianza al secretario de la Defensa”.

Esa declaración suena rara en voz de López Obrador. Él mismo ha declarado en repetidas ocasiones que se involucra directamente en las decisiones de política de seguridad. El lunes de la semana pasada, señaló que “[la seguridad] es nuestra principal preocupación y ocupación, es el gabinete que más se reúne porque estamos diario de seis a siete de la mañana recibiendo informes y tomando decisiones.”

¿Debemos entender entonces que el presidente se reúne de madrugada, cinco días a la semana, con su gabinete de seguridad sólo para dar recomendaciones y lineamientos generales? ¿Qué sentido tiene esa práctica gerencial? ¿No bastaría con mandar una circular o un memorándum?

¿Y si le llevan informes, qué contienen si, por lo visto, no incluyen nada sobre operaciones de alto riego en el bastión de una de las organizaciones criminales más peligrosas del mundo? ¿Sobre qué toman decisiones si no ponen en la agenda asuntos como el intento de captura del hijo del Chapo Guzmán en Culiacán?

Por supuesto, nadie pide que se microadministre la seguridad del país desde Palacio Nacional, ni que el presidente decida en qué esquina se debe parar un policía de tránsito en Hualahuises, Nuevo León. Pero este era un operativo de enorme relevancia, solicitado y vigilado por el gobierno de Estados Unidos, con potencial para alterar las coordenadas de seguridad en buena parte del territorio nacional ¿No ameritaba que al menos se le informara al jefe del Estado mexicano lo que iba a suceder?

Cabe por supuesto la posibilidad de que el presidente no esté diciendo la verdad y que sí tuvo conocimiento previo del operativo. Pero tomémosle la palabra y asumamos que, en efecto, nadie le dijo nada hasta que se desató el infierno en Culiacán.

Si ese es el caso, las implicaciones son gigantescas. Significa que, aún en casos de enorme importancia, las fuerzas de seguridad operan a discreción, con poca o nula supervisión civil. En esas circunstancias, lo que se acaba imponiendo son las consideraciones tácticas de militares y policías sobre el cálculo estratégico. O, peor aún, pueden acabar primando las agendas de terceros (la DEA, por ejemplo) sobre las prioridades del gobierno nacional. Si el presidente no participa en las decisiones sobre, por ejemplo, el momento, secuencia y planeación de la captura de cabecillas de organizaciones criminales, se le vienen encima muchos otros momentos como los del jueves pasado. Y varios van a acabar mucho peor.

En este contexto, viene a cuento la frase mil veces citada de Georges Clemenceau, primer ministro de Francia durante la Primera Guerra Mundial: “La guerra es un asunto demasiado serio como para dejárselo a los generales”.

Lo mismo pasa con la seguridad: la responsabilidad última es del presidente. No puede vivir en la feliz ignorancia, solo dando recomendaciones generales y dejando las decisiones cruciales a sus subordinados. Es su responsabilidad, le guste o no.

alejandrohope@outlook.com. @ahope71

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