En el prólogo de Don Quijote, Miguel de Cervantes declara: “Desocupado lector: sin juramento me podrás creer que quisiera que este libro, como hijo del entendimiento, fuera el más hermoso, el más gallardo y más discreto que pudiera imaginarse. Pero no he podido yo contravenir al orden de naturaleza, que en ella cada cosa engendra su semejante. Y, así, ¿qué podía engendrar el estéril y mal cultivado ingenio mío, sino la historia de un hijo seco, avellanado, antojadizo y lleno de pensamientos varios y nunca imaginados de otro alguno, bien como quien se engendró en una cárcel, donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace su habitación?”

Después de la batalla de Lepanto, con la mano izquierda tullida, el escritor fue capturado por los turcos y encerrado en una prisión en Argel. Fue prisionero de guerra. Entre esas cuatro paredes, aislado del mundo, escribió en preciadas hojas sueltas la primera novela moderna.

El encierro de una cárcel y la habitación de un monje, ambos en forma de cubo, tienen en el fondo la misma intención: sacar al individuo de este mundo, separarlo de la sociedad y del bullicio, enfrentarlo a sus cavilaciones, propiciar la contrición y la búsqueda de Dios, quien a final de cuentas presentará a su criatura los caminos a seguir.

Cubos de diferentes materiales conforman la vivienda humana. Colocados uno sobre otro, construyen edificios. Extendidos, crean escuelas, hospitales y barracas militares. Cuando el cuerpo está encerrado en un cubo, la mente busca puertas y ventanas para abrir un espacio en las paredes a través del arte, para soñar con otros paisajes y transitar otras veredas. Las pantallas electrónicas, donde vemos películas y programas de televisión, no son otra cosa que vías de escape del cubo que nos contiene.

El poeta salvadoreño Roque Dalton, quien fue guerrillero como miembro del Ejército Revolucionario del Pueblo en la década de 1970, escribió el poema “Mi dolor”, donde compara sus sentimientos con un cubo de madera:

“Conozco perfectamente mi dolor: / viene conmigo disfrazado en la sangre / y se ha construido una risa especial / para que no pregunten por su sombra. / Mi dolor, ah, queridos, / mi dolor, ah, querida, / mi dolor, es capaz de inventaros un pájaro, / un cubo de madera / de esos donde los niños / le adivinan un alma musical al alfabeto”.

En el otoño de 1932, Albert Einstein escribió un libro que lleva por título Mi visión del mundo. Einstein se define así: “Soy un antimilitarista y un pacifista apasionado. Estoy en contra de cualquier nacionalismo, incluso en forma de mero patriotismo. Los privilegios basados en la posición y la propiedad siempre me han parecido injustos y perniciosos, al igual que cualquier culto exagerado a la personalidad. Me adhiero al ideal de la democracia, aunque conozco bien las flaquezas de las formas de gobierno democrático”.

En esa obra afirma: “Dios no juega a los dados con el hombre”, una afirmación que a lo largo de casi un siglo ha sido analizada por sabios de la ciencia y las humanidades.

Los jugadores del azar saben bien de qué habla el físico alemán de origen judío, que se volvió ciudadano de Suiza, Austria y Estados Unidos. Apuesto a que usted también, en algún momento crucial de su vida, se ha sentido peón de ajedrez, dado o pieza de un juego vital en el que no tiene control alguno. Como si fuera un pequeño cubo de plástico en las manos de un jugador omnipotente.

El británico Stephen Hawking, colega de Einstein y gran divulgador de la ciencia, conocía a fondo el pensamiento del creador de la teoría de la relatividad y afirmó:

“Dios no sólo juega a los dados. A veces también echa los dados donde no pueden ser vistos”.

Cada uno de los sabios tiene su propio concepto de Dios. Coinciden en la definición de un ser infinito, energía pura, creador del Universo. Nosotros los hombres, sus criaturas, somos en estas metáforas dados clásicos. Pequeños y humildes, encerrados en las paredes cuadradas que definen nuestra vida y la limitan.

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