Hoy hace precisamente dos semanas explicaba vía mi cuenta de Twitter por qué considero que la decisión del presidente Andrés Manuel López Obradorde reactivar su viaje a Washington -en lo que fue una especie de reacción pavloviana a la declaración de Donald Trump desde Arizona en el sentido de que su homólogo mexicano iría pronto a visitarlo, y habiendo correctamente decidido pocos días antes que lo más conveniente era no viajar durante esta coyuntura epidemiológica y política en Estados Unidos- es un error de cálculo diplomático, político-electoral y estratégico para los intereses de mediano y largo plazo mexicanos en ese país.

A la habitual carretada de descalificaciones y ataques ad hominem que le siguieron a mi hilo de tuits, se sumaron algunos argumentos falaces apoyando la decisión de ir.

El primero de ellos fue caracterizar el viaje que como candidato Republicano efectuó a México el senador John McCain durante la campana presidencial estadounidense de 2008 como un precedente a este desplazamiento del mandatario mexicano. Es una falsa -y mañosa- equivalencia. De entrada y a diferencia de Trump, McCain jamás insultó a los mexicanos o usó a nuestro país como piñata político-electoral, más allá de que efectivamente endureció su postura tradicionalmente pro-migratoria (junto con el senador Ted Kennedy presentó la primera iniciativa de ley bipartidista de reforma migratoria integral en 2007 y luego volvería a intentarlo en 2012 con otros tres senadores Republicanos y cuatro senadores Demócratas) en su campaña de 2008 cuando el GOP ya empezaba a escorarse hacia la derecha nativista del partido. Incluso, McCain detestó hasta el último día de su vida a Trump. Quien en ese año se desplazó en campaña fue un candidato estadounidense a México y no un mandatario mexicano a EE.UU en la antesala del arranque de una campaña presidencial. Y el gobierno mexicano extendió de manera simultánea y simétrica invitaciones tanto al candidato Demócrata como al candidato Republicano; Barack Obama decidió por motivos de su estrategia de campaña no viajar en ese momento a nuestro país. Tan se hizo de manera pulcra y equilibrada que el único mandatario con el que Obama se reunió en su calidad de presidente-electo durante la transición y antes de tomar posesión fue con el mandatario mexicano; incluso, tuvo el formidable gesto de pedir que se le invitara al Instituto Cultural Mexicano en Washington para celebrar ahí el almuerzo de trabajo y la conferencia de prensa, y la primera visita de Estado a EE.UU que Obama otorgó a país alguno en su gestión fue a México, en mayo de 2010. No hay equivalencia alguna por donde se le quiera mirar, ni de fondo ni de forma.

El segundo es el de la supuesta incongruencia de quienes por un lado hemos cuestionado en el pasado que el presidente no hubiese viajado al exterior durante su gestión -a cumbres del G20 y APEC o a la Asamblea General de la ONU- y ahora opinamos que el presidente tendría que haber esperado hasta después de noviembre 3 y no viajar a Washington a ver al inquilino en turno de la Casa Blanca en plena campaña electoral y en este contexto de enorme convulsión y furia social inéditas en EE.UU desde los días de la guerra de Vietnam y en el cual Trump ha jugado el papel de cilindrero de la polarización. No hay contradicción alguna: hay eventos a las que claramente tendría que haber acudido y otros a los que no. Reunirse con Trump cae de lleno en esta segunda categoría, sobre todo tomando en cuenta que una mayoría de estadounidenses, muchos de los cuales generacionalmente son los que determinarán el futuro electoral de EE.UU, verán el viaje como un espaldarazo a un presidente impopular que apenas este fin de semana dobló su apuesta a favor de una campaña basada en el supremacismo blanco, el racismo y la división tribal e identitaria. El no equilibrarlo siquiera con un intento de reunión con el otro candidato presidencial -porque eso es lo que también es el presidente Trump, un candidato- es la cereza en el pastel.

El tercero es que el presidente debe agradecerle a Trump el apoyo en tiempos de COVID así como la negociación exitosa del TMEC. Si bien López Obrador hace bien en buscar abonar a una relación funcional con el titular del Ejecutivo estadounidense y el país más importante para el bienestar de México, no hay nada, absolutamente nada que agradecerle al presidente más antimexicano y más xenófobo en la historia moderna de EE.UU. Es cierto, respeta al mandatario mexicano, pero eso no equivale a que respete a nuestro país o a los 11 millones (5 millones de ellos indocumentados) de mexicanos en territorio estadounidense. E ignorar el papel clave que jugó la bancada -y el liderazgo- Demócrata en el Congreso a favor de la ratificación del TMEC es como pararse en las vías del tren pensando que una potencial mayoría Demócrata por doble partida en el Congreso (Cámara y Senado) a partir de noviembre no nos arrollará.

Y el cuarto, que el viaje servirá para anclar la agenda de política pública mexicana. La paradoja es que para un presidente que postula que “la mejor política exterior es la política interna”, son precisamente nuestras debilidades y rezagos internos, la mayoría heredados y algunos de hechura propia del actual gobierno, los que se erigen en temas de política exterior y en vulnerabilidades en el extranjero, particularmente en la relación con este presidente estadounidense que tiene un solo paradigma para interactuar con México: la doctrina Sinatra de todo a “Mi Manera”.

Para alguien que dedicó la gran parte de su carrera diplomática a procurar una relación madura, sinérgica y estratégica con Estados Unidos, no puedo más que apoyar los esfuerzos del presidente López Obrador por mantener, ante el bandolerismo diplomático de Trump, una relación funcional con ese país y apoyar los esfuerzos loables de la cancillería mexicana y de funcionarios de carrera de Estados Unidos por evitar que de paso el andamiaje institucional de la relación bilateral sea socavado. Pero México siempre ha tenido que jugar de neutral en los procesos electorales estadounidenses. Las dos veces que hemos tomado partido, particularmente en 1992 con Salinas de Gortari de manera abierta y luego de nuevo en 2016 con Peña Nieto de manera atrabancada, la jugada nos ha salido cara. Si Joe Biden gana en noviembre, lo cual es posible, habrá momentos complejos para la diplomacia mexicana. Pero si Trump llegase a reelegirse, con mayoría Demócrata en una o ambas cámaras del Congreso, entonces esa factura política será muy onerosa para México yendo hacia adelante en un abanico muy amplio de temas, incluyendo los temas laborales y ambientales del TMEC. No hay nada de lo que este viaje busca lograr que no se podría haber satisfecho vía virtual. El viaje debe servir y abonar a los intereses de México, no a los de Trump. Y en esta particular coyuntura electoral y social estadounidense, nuestro interés nacional estará en jaque con este viaje. Todos los demás argumentos, empuñados en redes sociales en respuesta a esta preocupación son, en este momento, en esta coyuntura y con este presidente estadounidense, machincuepas para justificar lo injustificable.

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