Con mi abrazo grande y fraterno para mi compadre Joaquín López Dóriga.

Las cabezas de EL UNIVERSAL y otros diarios, tan solo en los días recientes, dan cuenta de la emergencia pero también del caos: "Valle de México regresa al rojo”; “Está al límite IMSS-CDMX”; “Contagios al rojo vivo”; “Saturan todos los hospitales”; “Calculan 41 % más muertes para abril”.

En pocas palabras: estamos peor que nunca. Lo grave es que ésta, la más mortífera crisis sanitaria en cien años, no se debe únicamente a la ferocidad de ese enemigo invisible, minúsculo y poderosísimo que es el coronavirus. Sino en un alto grado, a la incapacidad, negligencia, necedad, soberbia y estupidez del actual gobierno federal encarnado en el propio presidente Andrés Manuel López Obrador y el doctor Hugo López-Gatell. Uno como autoridad máxima del país y el otro como encargado de la fallida respuesta contra la epidemia, serán juzgados por la historia como responsables del peor desastre de todos los tiempos: una triple pandemia, de salud, económica y social, que se agrava día a día.

Por supuesto que los defensores del régimen pueden alegar que se trata de una crisis mundial imprevisible e inevitable. Ese no es el debate. Pero lo que sí está a discusión es la falta de una estrategia inteligente y sensata desde que supimos de la amenaza. Seamos claros, el manejo de la pandemia que cayó “como anillo al dedo” a la Cuarta Transformación, ha sido político y nunca científico. El mismo vocero se transmutó de médico a maromero del lenguaje.

Ambos López conspiraron desde febrero para prohibir las pruebas de detección oportuna en hospitales y laboratorios privados a fin de que los mexicanos no supiésemos de la magnitud e intensidad del virus y su expansión. Luego se dedicaron a minimizar su impacto: “pues si no es la peste”; “abrácense, salgan a los restaurantes y a las fondas”; “el presidente es inmune por su fuerza moral”. Hasta la asesina necedad del cubrebocas. Mientras de aquel lado el presidente electo Biden ha dicho que su uso es un acto patriótico, aquí no ha habido todavía un pronunciamiento claro y contundente del vocero, mientras que AMLO sigue sin usarlo. Porque, para él, primero está su campaña electoral del 2021, y nunca la posibilidad de predicar con el ejemplo.

A propósito, ahora el discurso oficial pretende culpabilizar a las víctimas: los muertos, los contagiados, los nuevos pobres, los desempleados o los simplemente hartos de meses de incertidumbre y mentiras que se han volcado a las calles en una suerte de rebeldía colectiva.

El reciente reporte del New York Times que revela que el gobierno federal falseó información para mantener el semáforo epidemiológico en el ridículo naranja e incentivar El Buen Fin y las compras navideñas e incluso adelantando el aguinaldo, no ha hecho más que sumarse al coro de señalamientos y advertencias. Durante semanas, expertos, académicos y medios hemos venido denunciando que no son 100 mil sino más de 200 mil los muertos y muy probablemente más de dos millones los contagiados. Y es que unos y otros, cada vez tienen más nombres y apellidos.

Hoy, el destino nos ha alcanzado. Y las mentiras son ya inútiles: ni ha pasado lo peor; ni aplanamos la curva; ni domamos al virus; ni funcionó el modelo Centinela; ni tenemos camas y respiradores suficientes; ni las vacunas serán distribuidas a tiempo.

Simple y llanamente, estamos al borde del colapso total.

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