¿Cómo se organizan nuestras sociedades para recompensar el esfuerzo individual? ¿A qué grado nuestras universidades forman personas conscientes de sus capacidades y solidarias con su comunidad? ¿Cuáles son las consecuencias de seleccionar por mérito a los individuos en países como Estados Unidos?

Estas y otras preguntas nos ayuda a responder el libro del profesor Michael J. Sandel, “La Tiranía del Mérito. ¿Qué ha sido del bien común?” (Debate, 2020, 363 pp.). En siete capítulos, el académico de la Universidad de Harvard sostiene que lo que uno como individuo logra es, en realidad, reflejo de algo más que nuestro propio esfuerzo. “Estamos en deuda”, dice Sandel, “en diversos sentidos con la comunidad que posibilita nuestro éxito y, por consiguiente, obligados a contribuir a su bien común”.

Lamentablemente, en sociedades como la estadounidense esto no ha ocurrido. Allá, se ha sobredimensionado el mérito creando serias distorsiones. A las personas que les va bien en la vida, llegan a asumir que su “éxito” es solo de ellas (“a mí nadie me regaló nada”) y a las que les va mal, se les culpa de ser los únicos responsables de sus desgracias. Así, dejamos entonces de cuestionar la desigualdad: “es pobre porque quiere”.

Este mal razonamiento deriva en desprecio y desdén que, como bien observa Sandel, ha llevado a la sociedad americana a polarizarse y a abrir la puerta a la reacción populista. La “idea del estatus social herido”, observa el filósofo, pone de relieve los rasgos más inquietantes del sentimiento populista que ha sido expresado por políticos como Donald Trump y “otros populistas nacionalistas”.

En Estados Unidos, la “tiranía del mérito” se sostiene por una creencia desproporcionada en el peso que tiene un título universitario. Quizás, recomienda Sandel, “deberíamos hallar el modo de conseguir que el éxito en la vida no dependa tanto de poseer un grado universitario”. Este “atractivo aspiracional”, prosigue, “nos distrae de la necesidad de tomarnos en serio las necesidades educativas de la mayoría de las personas”.

Esta observación del profesor de Harvard es muy pertinente. A algunas “universidades líderes”, dice, se les da mejor inculcar destrezas y orientaciones tecnocráticas que fomentar la capacidad de razonar y deliberar a propósito de cuestiones morales y cívicas fundamentales. Otro filósofo, Pablo Latapí Sarre, complementaría a Sandel diciendo que “mala es una educación en donde no cabe la compasión; mala la que, llevada por el culto a la racionalidad, pretende que la existencia humana sea cabalmente inteligible e ignora sus contradicciones”.

“El límite nos es consustancial”, prosigue Latapí en su artículo “Triunfadores” (2001). La “persona profunda” es la que asume sus límites y se hace consciente de sus imperfecciones y sus pasiones irracionales; la que descubre y acepta con humildad sus autoengaños y vanidosas justificaciones; la que aprende a desconfiar de la razón y relativiza sus explicaciones”. ¿Estamos formando a las élites de nuestro país bajo estos preceptos? ¿Hemos aprendido y enseñamos que, como diría Latapí: “somos seres-en-el-límite, a veces triunfadores y muchas veces perdedores”?

Investigador de la Universidad Autónoma de Querétaro (FCPyS)

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