La sensación que produce ver que nuestros monumentos nacionales más emblemáticos están siendo agredidos es de un rechazo frente a la sinrazón de los actos vandálicos, la agresión manifiesta y la violencia desmedida.

No obstante, cuando se escarban las razones de esa sinrazón, no podemos permanecer indiferentes y dejar de solidarizarnos con las mujeres que han salido a manifestarse contra la violencia que sufren, reconociendo que su lucha ha tenido que llegar a estos extremos para ser visibilizada, escuchada y atendida.

La violencia de género es una lacerante realidad que tiene tras de sí una historia de olvido y desinterés, pero que logró salir a la luz cuando las mujeres comenzaron a liberarse de la cultura patriarcal en la que crecieron, y decidieron agruparse para defender lo que les pertenece.

El coraje con el que desde entonces han impulsado la lucha por sus derechos y libertades orientó cambios en el sentido correcto. Así, frente a la inexistencia de un régimen penal que protegiera su vida y su integridad en su específica condición de género, los poderes legislativos tipificaron el feminicidio, la violencia política e intrafamiliar, elevando los castigos para quienes atentasen contra su integridad. Ante la carencia de políticas públicas dirigidas a paliar los obstáculos que las han mantenido en una desventaja histórica frente a los hombres, los ejecutivos comenzaron a destinar beneficios directos en apoyo de las mujeres, delineando protocolos de actuación para enfrentar el acoso laboral al que se encuentran expuestas. Con motivo de la falta de sensibilidad judicial para atender los casos que involucren a mujeres, los tribunales procedieron a establecer criterios obligatorios para juzgar con perspectiva de género, avanzando sus propios protocolos contra la violencia y el acoso. Incluso, distintos órganos autónomos e universidades han hecho lo propio para enfrentar este tipo de violencia dentro de sus respectivos ámbitos.

Aún así, en el entorno adverso que las circunda en del país, han anidado un miedo que las corroe, pero que lejos de inmovilizarlas las ha movilizado para tomar las calles y señalarnos que lo que sea hecho no es suficiente, exigiendo con rabia su derecho a no tener miedo, a no sentirse amenazadas, perseguidas o acosadas; reclamando su anhelo de vivir en libertad, sin ningún tipo de violencia que les impida vestirse como quieran, disfrutar de la calle, trasladarse en transporte público, relacionarse afectivamente y desarrollar su vida sin temor a ser ultrajadas, desaparecidas o asesinadas; patentizando, en el extremo, la incapacidad de las autoridades para prevenir, proteger o perseguir eficazmente a quienes osan violentarlas.

Este desolador contexto nos pone frente a uno de los mayores retos a los que se enfrenta el país, pues en ello se juega un cambio cultural de en favor de la igualdad y la convivencia colectiva, y que debe conducir a redoblar esfuerzos para avanzar medidas que, presuponiendo la diversidad de género y la sustitución del rol que históricamente se ha asignado a las mujeres, nos imbuyan en la demolición de los estereotipos de género que aún perviven en nuestra normas, actua ciones y decisiones públicas, procurando que los nuevos respondan a las necesidades especificas de las niñas, adolescentes, estudiantes, madres solteras, empleadas domésticas, profesionistas, analfabetas, adultas mayores, indígenas, afromexicanas, lesbianas y transexuales.

Es verdad que hoy en día a nadie se le ocurriría vandalizar el Palacio de Versalles, pero no olvidemos que en su momento lo fue, precisamente porque proyectaba símbolos que ameritaban su destrucción para poder cimentar en ellos la construcción de un modelo de organización social basado en la igualdad y dignidad de las personas. En este sentido, que no nos preocupe lo material cuando lo que está en juego es la vida, la integridad y la libertad de las mujeres.

Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM. @CesarAstudilloR

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