Entre otros fenómenos asociados a la pandemia que estamos viviendo, está la propagación de miedo, convertida en pánico, el contagio de estrés, y la información (real y falsa) compartida en intensidades, velocidades y amplitudes que no habíamos conocido en la historia. Vinculado con ello, ha surgido toda clase de teorías de conspiración que para mucha gente resultan plausibles. En el caso concreto de China y EEUU, se puede apreciar que desde ambos países han emergido este tipo de teorías, muchas veces incluso sostenidas por actores políticos de relevancia. Desde China, por ejemplo, un funcionario del ministerio exterior declaró que el coronavirus es una enfermedad estadounidense que podría haber sido introducida por miembros del ejército de los Estados Unidos que visitaron Wuhan en octubre. De la otra parte, en EEUU, el senador Tom Cotton recuperó una teoría que decía que el virus habría sido manufacturado por el gobierno chino como arma biológica para usarse contra EEUU. Y esos son solo dos ejemplos. Es natural. Se trata de dos grandes titanes que hoy por hoy enfrentan la mayor rivalidad geopolítica de nuestros tiempos. De hecho, el peligro mayor de lo que está sucediendo entre EEUU y China, tiene mucho menos que ver con la guerra comercial y mucho más con la vida de que se está dotando a una espiral conflictiva que tiene no una, sino muchísimas facetas. La propagación del COVID-19 está exhibiendo una de ellas: la guerra informativa. Sin embargo, más allá de ello, es improbable que la pandemia y la crisis sistémica consecuente, sean el resultado de acciones premeditadas de una potencia contra la otra.

Para entenderlo, es indispensable considerar que, además de ser los mayores rivales geopolíticos, ambas superpotencias, China y EEUU tienen lazos de interdependencia compleja de niveles históricos. Recupero estas líneas de un ensayo que escribí con Irene Levy al respecto:

El apareamiento económico entre China y EEUU se gestó inicialmente en el plano del intercambio comercial. Según el censo estadounidense, las exportaciones chinas hacia EEUU, que en 1985 sumaban poco más de 3,800 millones de dólares, hacia 2018 ascendieron a más de 539 mil millones de dólares. Esto representa una quinta parte de todo lo que EEUU importa en la actualidad. Aunque menos, el comercio también creció enormemente en la otra dirección. De unos 3,800 millones de dólares en 1985, EEUU ha pasado a exportar a China más de 125 mil millones de dólares. Esto no solo representa un intercambio entre dos países, sino una verdadera sociedad comercial con todo lo que ello implica.

Pero aún considerando esa sociedad comercial, el asunto se complejiza más si no solo pensamos en el tráfico de materias primas o productos terminados. De lo que estamos hablando, sobre todo en las últimas décadas, es de la construcción y afianzamiento de importantísimas cadenas de abasto, muchas de las cuales no solo involucran a EEUU y a China sino a otros países, pero que en el caso de esas dos superpotencias contribuyen considerablemente a la asociación económica que mencionamos. Sectores como el de la electrónica, maquinaria avanzada y partes industriales dependen del libre tránsito de componentes y materiales diversos entre ambos países. De hecho, ahora mismo, a raíz de los aranceles impuestos por EEUU a varios de los sectores mencionados, muchas empresas chinas se están viendo obligadas a encontrar formas para mantener vivas esas cadenas de abasto. Esto incluye la triangulación de las exportaciones chinas hacia EEUU a través de enviar las partes a sitios como Taiwán y Vietnam, y ensamblarlas posteriormente como productos manufacturados en esos países (Guilford y Kopf, 2019).

Por si fuera poco, a lo largo de todos estos años, China se convirtió en el mayor acreedor de la deuda estadounidense. Para mayo del 2019, la deuda de los EEUU a China ascendía a 1.11 billones de dólares, es decir, el 27% de bonos del Tesoro y otros instrumentos que poseen otros países (Departamento del Tesoro de los EEUU, 2019). El segundo acreedor de EEUU es Japón. Si bien se ha dicho que este factor podría ser utilizado por China en un momento de desesperación en la guerra comercial, la realidad es que estas circunstancias hacen que ambas economías se vuelvan interdependientes. Sobra decir por qué un deudor desarrolla dependencia de su acreedor, pero al mismo tiempo, no está en el interés de un acreedor que su deudor tenga problemas económicos.

Es indispensable, entonces, comprender lo que esto implica: (a) la vinculación o asociación económica es una realidad material que genera intereses no solo entre los propios gobiernos, sino también entre actores no estatales que no necesariamente se encuentran apareados con los intereses de sus estados sede, y por tanto, (b) que la decisión estratégica de activar instrumentos diversos, desde económicos hasta militares, para librar una guerra que tenga la meta última de debilitar a la contraparte, supondría disminuir la interdependencia económica y financiera, lo que solo se conseguiría reorientando inversiones, comercio y cadenas de abasto hacia afuera de China y con ello, redireccionar los intereses de todos esos actores no estatales que hoy se ven perjudicados con las disputas geopolíticas.

Esto último que mencionamos en el ensayo está muy lejos de ocurrir. Por consiguiente, bajo las circunstancias de interacción, interconexión e interdependencia que hoy existen entre ambas potencias, parece inocente asumir que un arma biológica desplegada por uno de esos dos rivales únicamente dañaría al otro rival sin producir impactos humanos, económicos y sociales impredecibles en la sociedad y la economía del autor del ataque.

Esta es la realidad: Beijing ha tenido que pagar un enorme costo por el coronavirus. Sin mencionar el costo en vidas humanas o el costo social, incluso si de verdad la propagación del virus ha sido controlada en ese país, y si realmente su economía finalmente se reactiva, su PIB se desacelerará brutalmente este año. En los pronósticos más optimistas, China estaría pasando de un 6% de crecimiento en 2019 a un 1.5% en 2020. Otros pronósticos incluso hablan de crecimiento negativo y eso, asumiendo que tras la reactivación económica no surgiesen nuevos brotes del virus. Esto implica despidos, cierres de empresas, desempleo de cientos de miles de personas. Bloomberg reportó ayer que casi la mitad de las empresas de consumo público de China carecen de suficiente efectivo para sobrevivir por los próximos seis meses. Todo ello ha provocado una verdadera revuelta en redes sociales, una crisis de legitimidad del Partido Comunista Chino, y otras muchas consecuencias cuyas dimensiones desconocemos.

Pero del lado estadounidense el panorama no es mejor. Además, también, del costo en vidas humanas y un sistema de salud que podría estallar, EEUU va a entrar en recesión, justo en año electoral, por cierto. A esa recesión y al colapso de los mercados hay que añadir el dramático aumento del desempleo, la caída de los precios del petróleo con consecuencias gigantes para productores estadounidenses, las repercusiones para las líneas aéreas y, de hecho, para todo el sector de servicios brutalmente detenido. Por si eso no basta, hay que considerar que la implementación de medidas de emergencia va a requerir usar un dinero con el que no se cuenta (es decir, más deuda). Lo que está en juego es una serie de costos económicos, sociales, culturales y políticos que supone la drástica y repentina disrupción a la “forma de vida americana”.

En palabras simples, esta no es una crisis de uno o de otro. Es una crisis de un sistema al que ambas superpotencias y al que todos los demás pertenecemos. Pensar que alguien buscó propagar al virus para dañar a una parte del sistema, suponiendo que las otras partes no quedarían dañadas o que el supuesto atacante permanecería inmune, parece poco creíble.

Google News