No fueron satisfactorias, porque no respondieron al clima de indignación que recorre la república, porque ninguna de ellas tendrá efectos inmediatos, porque no hizo mención a la construcción de su propio patrimonio, porque no reconoció los errores cometidos y porque no ofreció más que las policías de mando único, iniciativas y nuevas obras para el Sur. No tocó las fibras más sensibles del agravio público: no tuvo sentido humano. Y tengo para mí que la distancia que lo separa de la gente se hizo todavía más grande.

Luego de escucharlo, me quedé con la impresión de que el Presidente está haciendo tres apuestas principales para salir del paso: una, a la concentración creciente de los mandos en Los Pinos; otra, a la maleabilidad de los aparatos con los que gobierna –su partido, su burocracia política, los partidos y los medios leales--; y una más al tiempo. Mientras las decisiones anunciadas van tomando forma, mientras las nuevas leyes se discuten en las cámaras, mientras se organizan foros públicos y mientras se realizan los gastos y las obras prometidas, la agenda pública podría ir cambiando de temas y de actores, la idea de Ayotzinapa podría ir perdiendo fuerza y las campañas del año 2015 podrían ir ocupando el lugar de la rutina.

Quizás eligió bien su estrategia, mientras pasa la cresta de esta ola y consigue serenar las aguas. Pero jugando al corto plazo, habrá perdido la oportunidad de ofrecerle a México un horizonte renovado y diferente. Quizás prospere la idea de que los culpables principales de esta situación son los gobiernos de los municipios –tesis que me parece fundamentalmente equivocada y ajena a la vida diaria del país—y que eso justifica la recentralización de los poderes públicos; y, tal vez, los caudales de dinero público anunciados para las regiones más pobres del país consigan paliar en algo la desigualdad. Es probable, incluso, que el rediseño de las instituciones encargadas de combatir la corrupción ayude a modificar las conductas abusivas en unos años más. Pero el fondo de esta crisis es de otra catadura: el problema está en la falta de confianza en las instituciones públicas vigentes y en el abismo abierto entre la gente y los gobiernos.

Por esta razón, la respuesta no podía ser más o menos rutinaria, ni apelar a esas mismas instituciones de las que desconfía la gente: más leyes discutidas entre los legisladores, más policías con uniformes diferentes y más dinero público gastado a manos llenas. Pequeñas variantes dentro del mismo esquema que, en conjunto, ha producido un profundo desencanto con los resultados tangibles de este régimen.

Lo que se perdió fue la oportunidad de reencauzar toda esta energía social que se desborda, hacia una nueva forma de colaboración y participación de las personas en los asuntos públicos. Disolver ayuntamientos para centralizar la autoridad no es lo mismo que devolverlos a la vigilancia pública y entregarlos a sus comunidades; crear instituciones anticorrupción no es lo mismo que abrir ya, ahora mismo, toda la información pública de los gobiernos y todos los datos sobre el patrimonio de los gobernantes; hacer muchas obras en el Sur no es lo mismo que convocar a los sureños a participar en su propio desarrollo con programas abiertos a la inteligencia de las comunidades marginadas; invocar el dolor de Ayotzinapa no equivale a establecer un 911 de emergencias, sino abrir la puerta a la defensa colectiva de los derechos humanos agraviados. Defender al Estado, en fin, no consiste en enviar más iniciativas al Congreso sino en convocar a todos a rediseñar las bases constitucionales del país.

Lo que está a flor de piel son las emociones públicas y el desencanto colectivo. Las palabras clave ya no son: eficacia, dominación y gasto, sino confianza, grandeza, ética y sentido humano. El Presidente ya no podrá mover a México, si no es capaz de conmoverlo.

Investigador del CIDE

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