Difícil y complicado el tiempo que nos ha tocado vivir. Así lo sentimos y llevamos esta afirmación en los labios hasta la mesa de la comida, el café de la oficina, la conversación con amigos, el mensaje del teléfono. 
Por alguna estrategia del cerebro, nos hacemos a la idea de que nuestros padres y abuelos vivieron una vida más pacífica, con mayor seguridad y alegría. Desdeñamos sus testimonios de dolor, enfermedad y carencias materiales.  Si los bisabuelos sufrieron la muerte de sus hijos recién nacidos, nos hacemos a la idea de que esa pérdida humana era algo normal en la época, como si enterrar el cuerpo de un bebé no tuviera mayor importancia a principios del siglo XX.

Sabemos de guerras, epidemias y dificultades que presentaba la vida para quienes padecieron hace siglos enfermedades ya desaparecidas. A lo largo de la historia, millones de seres humanos han sufrido la disminución de sus sentidos y se han perdido del gozo de ver, palpar, escuchar, paladear y percibir olores. Para nosotros, sin embargo, las dificultades que enfrentaron los ancestros fueron menores a los retos que se nos presentan.

Es quizá una de las trampas de la mente: creer que nuestra época es más valiosa o más intensa que las anteriores. Hay quienes se atreven a decir que la vida futura será menos compleja que la actual, porque estamos llenando el mundo de tecnología y avances que ayudarán a nuestros descendientes a lograr sus metas.

Cada momento de la historia tiene su propia disyuntiva. Si usted se levanta con dudas sobre la decisión a tomar: la escuela para sus hijos, la casa donde vivir, el trabajo que le permitirá ejercer su profesión, la dieta adecuada para su cuerpo, hasta la música que deseamos en el aire, imagine las horas que dedicaron sus abuelos a crear un negocio, mudarse de país, atender a los enfermos y criar a los padres de usted con devoción, día tras día.

Rosario Castellanos, la poeta de Chiapas, escribió en el poema “Falsa elegía” sobre la noticia de un embarazo: “Se destejen los días, / las noches se consumen antes de darnos cuenta; / así nos acabamos. / Nada es. Nada está / entre el alzarse y el caer del párpado. / Pero si alguno va a nacer (su anuncio, / la posibilidad de su inminencia / Y su peso de sílaba en el aire), / trastorna lo existente, / puede más que lo real / y desaloja el cuerpo de los vivos”.

Somos el producto de nuestro tiempo, sí, pero también llevamos en el alma las experiencias de quienes nos trajeron al mundo. Si estuvimos en el instante de su despedida, será una escena memorable. Octavio Paz escribió: “Hoy recuerdo a los muertos de mi casa. / Al primer muerto nunca lo olvidamos, / aunque muera de rayo, tan aprisa / que no alcance la cama ni los óleos. / Oigo el bastón que duda en un peldaño, / el cuerpo que se afianza en un suspiro, / la puerta que se abre, el muerto que entra. / De una puerta a morir hay poco espacio / y apenas queda tiempo de sentarse, / alzar la cara, ver la hora / y enterarse: las ocho y cuarto”.

Sin embargo, sin que apenas nos enteremos, en cualquier momento aparece la felicidad, que se cuela por debajo de la puerta y se apodera de nosotros. Se disfraza de árbol de jacaranda y crea alfombras de color nostalgia con su lluvia de flores. Se convierte en petirrojo sobre una rama o en ese minúsculo tesoro palpitante llamado colibrí, que liba el néctar escondido entre los pétalos.

Por duros que sean los golpes, todos tenemos amigos que consuelan, sombra que refresca, agua que sacia la sed. En alguna ciudad lejana hay alguien que nos recuerda. Nuestro retrato alegra un álbum de fotos ajeno o se encuentra enmarcado en un estante de una casa que no habitamos. Esa es la verdadera trascendencia: cuando somos valiosos a los ojos de otra persona y lo que nos ocurre es importante para ella.

Esa es la complejidad de la vida: sí, hay dolor e injusticias. Es verdad: hay personas que cometen fechorías y nunca son castigadas. No siempre recibimos las recompensas esperadas.

Pero a la vuelta de la esquina, una rama florida nos regala sus colores y perfume.

El tiempo que vivimos es complejo.

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