Tengo un amigo que para evitar la incomodidad de despedirse de la tertulia, simplemente desaparece discretamente. Su coartada es ir al baño o a hacer una llamada telefónica. Cuando uno lo vuelve a buscar, simplemente se ha ido sin decir adiós. “Es que me molestan las despedidas, son un ritual social con el que no soy bueno, ¿qué quieren que les diga si los voy a volver a ver la siguiente semana?”, se excusa cuando uno lo busca.

Y algo de razón tienen sus palabras. Saber decir adiós a tiempo es todo un arte. Saber justo el momento en que uno debe retirarse es algo que pocos dominan. Irse a tiempo de una fiesta, de una relación sentimental, de un partido político o hasta de un gobierno es algo que hay que saber calcular temporalmente. Es una mezcla del arte de la elegancia con el arte de la política el saber cuándo despedirse, pero más importante es el cómo despedirse.

Tiempo y forma son los elementos que se tienen que dominar para poder decir adiós sin causar rencores ni sinsabores y, por el contrario, dejar un grato recuerdo. Tomemos dos ejemplos de quienes no supieron decir adiós ni en tiempo ni en forma.

Empecemos por el exalcalde Marcos Aguilar quien cometió el error de no saber cuándo decir adiós y eso generó que se le sumaran rencores de último minuto. Primero solicitó licencia a su cargo como presidente municipal so pretexto de las campañas electorales. Aguilar Vega se fue a apoyar a los candidatos de su partido en una elección donde federalmente fueron aplastados y localmente apenas mantuvieron el triunfo.

Sin embargo, pasadas las campañas, Marcos Aguilar decidió regresar a Centro Cívico a seguir gobernando y hacer su gira del adiós cuando ya tenía su curul asegurada como plurinominal, cargo que él siempre cuestionó y hasta prometió desaparecer. Eso causó más malestar entre no pocos ciudadanos que ya habían cobrado la factura en las urnas votando contra el PAN en el municipio de Querétaro.

No solo no dijo adiós a tiempo sino que se aferró a seguir cuando su mente ya estaba más en San Lázaro que en Querétaro. Y no conforme con ello, nuevamente solicitó licencia para asumir como diputado federal, y, otra vez, el cabildo eligió otro presidente municipal, aunque es el mismo de la vez anterior, un poco enredoso, ¿no?

Marcos Aguilar es como aquel que se va de la fiesta pero decide regresar a los quince minutos para instantes después decir que siempre sí se va. El que mucho se despide es que en realidad pocas ganas tiene de irse, dice la sabiduría popular.

Sobre el cómo no decir adiós podemos tomar como ejemplo a Enrique Peña Nieto. Algo tiene la banda presidencial que quien se la pone se obsesiona por colocar su nombre en el fuego sagrado de la historia. Obsesionado con su imagen, confundió mercadotecnia con comunicación política. Se asumió como un producto y, como un detergente o una pasta de dientes, vendió su imagen.

Sin embargo, ni todos los spots ni las planas de publicidad pudieron cambiar la imagen de un gobierno que se precipitó hacia el fracaso y que nunca tuvo una narrativa discursiva coherente, solo frases de spot como “mover a México” o esa que dice que lo bueno no se cuenta pero cuenta mucho. Frases huecas para un gobierno que se hundía en el pantano de la corrupción y de la impunidad.

Ahora, con motivo de su último informe de gobierno, Enrique Peña Nieto intenta despedirse y nos atosiga con mensajes. Intenta ser humilde y reconoce a medias sus errores pero quiere engrandecer sus presuntos aciertos. Parece decir: “sí me equivoqué pero sigo siendo grandioso”.

Un error el mensaje de despedida para lavar su imagen. “Recuérdenme como un buen presidente”, parece rogar Peña en su discurso de despedida, aunque el veredicto ya fue dado en las urnas. Hubiera sido más digno que EPN hubiera optado por la práctica de mi amigo contertulio: irse sin decir adiós.

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