La corrupción en el Estado tiene implicaciones en materia económica, política y ética. Todas son importantes, pero para el nuevo gobierno la más importante a corto plazo debería ser la económica.

Esto porque la corrupción con recursos públicos es tan grande que ya se puede clasificar como un agregado macroeconómico. Como el principal problema ha estado en el gobierno, no es casualidad que desde ahí se haya planteado su combate. Desde el gobierno de Miguel de la Madrid se le enfrentó con una secretaría de Estado. Ni ésta ni sus sucesoras en los gobiernos siguientes lograron frenarla. Por el contrario, la corrupción aumentó, aun con la salida del PRI del gobierno en el año 2000.

En la iniciativa para crear la Comisión Anticorrupción el próximo gobierno reconoce que es un problema grave. Siendo así, debería estar en su mejor interés enfrentarla directamente para tener él mismo el control de tal proyecto. Sin embargo, descarga su responsabilidad en una comisión.

Está visto que las comisiones no funcionan en México, como queda demostrado en las telecomunicaciones, la banca, la competencia y otros asuntos igualmente prioritarios, incluyendo el IFE. O bien están capturadas o son demasiado tímidas para siquiera incomodar a quienes infringen la norma. Además de incurrir en altos costos, entre ellos los de los siete comisionados con su gran aparato administrativo, lo más probable es que los casos de corrupción se diluyan en esta comisión.

Y no siendo la responsabilidad de combatirla del Ejecutivo, cuando él mismo hizo la promesa de campaña, no será él quien tenga la oportunidad de sorprender positivamente a la opinión pública, dejando pasar la oportunidad de redimirse. Esto porque después de tantos fracasos por atacarla, la mayoría de la gente con capacidad crítica casi da por hecho que el regreso del PRI vendrá acompañado de mucha corrupción.

Es un error si el nuevo gobierno no aprecia que un fracaso más en esta materia a quien más afecta es a él mismo. Primero: le quita recursos disponibles, cuando ya le faltan para financiar sus programas. Segundo: desprestigia su imagen, en especial con el sector más pensante del país, su más duro crítico. Tercero: reduce la confianza de inversionistas privados, aparte de los grandes monopolios, pues con frecuencia les causa pérdidas, por malos gobiernos corporativos, licitaciones amañadas o falta de garantías cuando se enfrentan en juicios. Cuarto: a final de cuentas invalida toda noción de que hay un Estado de derecho. Y quinto: daña su imagen internacional y la de México, que, por cierto, ha caído estrepitosamente en este tema.

Sin invalidar el riesgo anterior, es interesante que la iniciativa cubra también al sector privado. Ahí hay una oportunidad, pues la corrupción del gobierno siempre se apoya en entes privados, en especial los intermediarios conocidos como coyotes, que gestan ventas de bienes y servicios a las entidades públicas, casi siempre con daño patrimonial al presupuesto público. Como tal corrupción ya está extendida en los gobiernos de todos los partidos, con poco que escarbara podría lograr mucho, tan sólo revisando contratos de compras y de obras públicas de los años recientes. Idealmente, debería espantar a los coyotes, por ejemplo obligando a su registro como gestores. Si por lo menos logra que le paguen algo de impuestos por los asuntos que gestionan lograría mucho.

Pero si el gobierno cree que puede tomar este tema a la ligera y que con la sola creación de una entidad burocrática más puede cumplir con su promesa, se va a encontrar con una sorpresa desagradable.

Economista

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