Los pueblos necesitan héroes: santos laicos capaces de inspirar e iluminar. Y cuando no los tienen, los inventan; después de todo, infundir el amor a la Patria llega a justificar pequeñas o grandes torceduras de la realidad, mitos capaces de crear un sentido de orgullo y de pertenencia.

Quizás el Pípila nunca existió, pero resulta seductora su imagen en los libros de texto: un trabajador de las minas que en un momento crucial cargó sobre su espalda una losa de cantera y, llevando en una mano brea y en la otra una antorcha, caminó hasta la puerta de la alhóndiga de Granaditas donde se resguardaba el ejército realista y le prendió fuego, lo que hizo posible la intrusión de aquella plebe transformada en un ejército insurgente.

Los niños héroes que defendieron el Castillo de Chapultepec para empezar no eran niños (algunos rondaban los 18 años) y quizás Juan Escutia nunca se arrojó con la bandera para evitar que fuera mancillada. Pero, ¿quién puede negar que la imagen de esos muchachos enfrentando la invasión norteamericana, es seductora?

Nuestros pueblos y ciudades, sobre todo los más antiguos, desde la época colonial llevan los nombres de sus santos patronos, pero en años más recientes, han recibido el nombre de personas supuesta o realmente ilustres y lo mismo ocurre en calles y avenidas donde los nombres de figuras heroicas —aunque no inmaculadas, porque ninguna podría serlo— se mezclan con los de políticos nefastos como José López Portillo o Carlos Hank González.

Pancho Villa era un sujeto sanguinario que podía emocionarse hasta las lágrimas ante la tumba del señor Madero; Rodolfo Fierro, uno de sus lugartenientes, era capaz de horrores como los que describió Martín Luis Guzmán en La fiesta de las balas: embriagarse de sangre.

En una confusión patética, el santoral mexicano reconoce, por igual, a víctimas y a victimarios: Zapata asesinado por órdenes de Carranza y Carranza asesinado por órdenes de Obregón. Obregón, el vencedor de Villa, el cínico que robaba menos porque “nomás tenía un brazo” y que podía ordenar el asesinato de su compadre, Fortunato Maycotte, tiene una ciudad, parques, calles y monumentos con su nombre.

En esta búsqueda de héroes, la conmemoración del 25 aniversario del asesinato de Colosio ha propiciado la soflama de recuerdos, evocaciones… y exageraciones. Su asesinato absurdo ha servido para convertir a un hombre dócil, incapaz de atreverse a la más ligera crítica a su jefe —ni siquiera en la intimidad—, en un héroe civil.

Un solo discurso (el pronunciado el 6 de marzo para conmemorar un aniversario del PRI en el monumento a la Revolución), parece suficiente para dotarlo de dimensiones épicas, sólo porque se atrevió a leer un texto producto de muchas plumas en el que reprobaba lo que él mismo era. Y porque el antiguo declamador, impostando la voz y ensayándolo cuantas veces fue necesario, supo darle una emoción convincente. Un discurso que resultó del desesperado intento de su equipo por relanzar una campaña deslucida, con un destino incierto, en momentos en que Carlos Salinas, el gran titiritero, parecía jugar con la posibilidad de su reemplazo.

En la reconstrucción del Colosio mítico, nada queda del burócrata que escaló puestos de la mano de Salinas y por la ruta, nada encomiable, de una disciplina muy cercana a la abyección; poco o nada del jefe áspero, majadero y del hombre de partido, del PRI en sus peores momentos que, en 1988, fabricó con todo tipo de trampas el triunfo de Carlos Salinas de Gortari.

Colosio fue un invento de Salinas, todo lo que pudo lucir en su trayectoria —diputado, coordinador de la campaña presidencial, presidente del tricolor, titular de Sedesol, candidato presidencial— se lo debía a su creador. En aquellos años, cuando el presidente disponía del privilegio de escoger a su sucesor, Manuel Camacho, el político más completo de aquel grupo, no fue escogido porque era demasiado independiente.

Agotados los últimos jirones de la Revolución, hace muchos años que México no tiene héroes, porque la historia es mezquina con los opositores de gran estatura, como Heberto Castillo.

Los pueblos necesitan santos laicos capaces de inspirar e iluminar. Y cuando no los tienen, los inventan. Por eso desde el PRI insisten en convertir a Colosio en el héroe que nunca fue.

Presidente de GCI. @alfonsozarate

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