Los mexicanos traíamos hambre de cambio y por eso llegó Andrés Manuel López Obrador a la Presidencia. La actividad febril del mandatario, durante sus primeros cien días de gobierno, es la respuesta a esa demanda.

El país entero parece al río Grijalva en temporada de lluvias: está crecido, desbordado, revuelto, y por momentos, indomable.

Los primeros cien días, de cualquier gobierno, son el momento para mostrar la materia fundante —el ADN— que dará consistencia al resto de la administración.

Andrés Manuel López Obrador ha aprovechado como pocos esta breve ventana de tiempo para celebrar la razón de sus votantes: ocho de cada diez mexicanos querían una sacudida.

La demanda y la oferta en la política mexicana participan de una feliz luna de miel porque la gente andaba hasta la coronilla y el nuevo presidente está dispuesto a cuestionar y cambiarlo prácticamente todo.

La fascinación con la novedad y la transformación es emoción cotidiana en una inmensa mayoría de personas. Son estadísticamente pocos, por no decir irrelevantes, quienes desearían conservar el patrimonio político del pasado.

De ahí que no tenga límite el furor por derrumbar todo aquello que haya sido fuente de corrupción, violencia o desigualdad.

El presidente está decidido a abrir la caja de pandora porque detrás suyo hay quienes, con estos argumentos, aplauden enérgicamente.

Estos días para México son de euforia, de fiesta, de ánimo optimista y confiado. El Grijalva fluye alebrestado porque una mayoría así lo quiere y estuvo dispuesta a tomar el riesgo de la transformación porque antes las cosas parecían insoportables.

Sin embargo, debajo de estas aguas turbulentas, el país real continúa su cauce sin haber visto todavía los grandes cambios en esos temas precisos que llevaron al triunfo de López Obrador.

Cual serpientes taimadas de agua dulce, los problemas que padecíamos antes de las elecciones de julio pasado, muerden hoy con igual o peor fiereza a la gran mayoría de las poblaciones.

Nada indica que, a ras del suelo —lejos de las luces que iluminan la conferencia mañanera o los altavoces placeros— las cosas hayan cambiado.

Es de pésimo gusto y mala educación, como comer con la boca abierta o subir los codos a la mesa, hablar de esa necia realidad que, a cien días, se mantiene tan canija como antes.

Por ejemplo, las cifras de la violencia publicadas el día de ayer por EL UNIVERSAL. Si se comparan los cien primeros días de todos los presidentes mexicanos, desde que concluyó la Revolución a la fecha, los más recientes se exhiben como los peores: 94 personas murieron diariamente en el país desde que López Obrador se colocó la banda presidencial.

Estos números representan el triple en comparación con el arranque de la administración de Felipe Calderón y casi el doble con respecto a los primeros meses de Enrique Peña Nieto. Si a esta evidencia se agrega el incremento en el número de secuestros y desapariciones, las alarmas suenan bastante fuerte.

No sería justo responsabilizar a la nueva administración federal por esta tragedia, y sin embargo llama la atención que el tema de la violencia haya ido a parar en el fondo del río, cuando los colmillos de tal realidad continúan siendo nuestra principal tragedia.

Algo similar ocurre con la corrupción. Si bien el presidente merece confianza cuando dice que ni él ni su gabinete son personas corruptas, lo cierto es que falta mucho para que esa mística gravite en el lecho del río, donde la sociedad y el Estado se encuentran.

La oferta de amnistía y perdón no han disuadido a los muchos hampones que continúan entendiendo a las instituciones como si fueran un bien propio, de sus familiares y sus compinches.

ZOOM: Corrupción, inseguridad y desigualdad son las tres razones que llevaron a Andrés Manuel López Obrador a la Presidencia. Los resultados a propósito de estos tres temas no pueden ser medidos en estos primeros cien días, pero el año no podrá terminar en similar festejo si no ocurre una transformación fundamental en cada uno de ellos.

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