Apenas antes de las 6 de la tarde el ruido de sus pasos y el sonido de sus voces colmaban el ambiente cuando inició la pesadilla. Luces de bengala en el cielo anunciaron el inicio de la represión de un Estado incapaz de escuchar a su juventud. Balas, gritos, llanto, sangre. Por todos lados sangre, entonces el silencio se hizo ensordecedor.

La tarde de ese miércoles 2 de octubre de 1968 el gobierno mexicano decidió asesinar a sus estudiantes, el horror no se detuvo ahí, los gobiernos de Díaz Ordaz y después el de Luis Echeverría Álvarez desaparecieron a cientos de luchadores sociales y activistas.

Ante la barbarie, el amor se levantaba invencible; padres y madres de familia buscando a sus hijos desaparecidos y exigiendo justicia por los asesinados fue la constante. Una de esas personas ejemplares ha sido Doña Rosario Ibarra de Piedra, a cincuenta años de la matanza en Tlaltelolco, a la memoria de su hijo Jesús, con el deseo de que por este medio le llegue este poema*:

Chusi, el pequeño gigante de piedra. Así le llamábamos por el contraste que existía entre la delgadez extrema de su figura corporal y la fortaleza de su carácter.

Chusi era flaquito, finito, un hilacho el pobre. Todos los días andaba despeinado con los pelos como llamaradas por todas partes y los pantalones dos números más grandes, porque la madre aseguraba que en cualquier momento daría el estirón y para no tener que comprarle otros, andaba siempre así.

Chusi, el pequeño gigante de piedra todo lo relataba: las retas a brincar la cuerda o el torneo de balero. Él decía: El gringo López, toma el barril, lo impulsa en el aire, los colores brillan, las cuerdas zigzaguean dibujando el cielo, el planeta cae, bamboleando le guiña un ojo al palo que va a embocar y ¡embocóooo!...y sonaba la campana y ahí va, ese gigante de piedra, en hombros de los compañeros.

A mi parecer el día que se consagró con ese micrófono de sueños que aferraba a sus manos, fue el día en que el gordo Sánchez pasó a dar la lección de tiempos verbales en la clase de lenguas. Ese día Chusi se ubicó en la última banca de la fila y mientras con una carpeta se cubría el rostro, desde ahí relataba: El gordo Sánchez lanza un “he buscado”; la seño lo mira; lo mide; lo quema con la mirada; le pide una frase en imperativo. El gordo suda a mares, de último momento lanza un ¡prohibido olvidar!, siente que le estalla el corazón: bum, bum, bum…hasta que llega un ¡MUY BIEN! de la mentora. Nosotros rompimos en aplausos, la maestra creía que era por ella o por la lección, pero nosotros aplaudíamos la pasión del relato de Chusi.

Yo le perdí la pista al salir de la primaria. Al tiempo, 10 años después, supe de él, supe que se había enamorado, que había relatado aquel primer encuentro con Laura la joven de sus sueños. Supe también que una noche del 73, mientras los soldados arrancaban a unos jóvenes de su domicilio en la casa de enfrente, Jesús agarró el altavoz y comenzó a narrar desde la cornisa los pormenores de aquella escena de perros. La cuadra vecinal se despertó al escuchar los gritos casi en llanto de Jesús; algunos encendieron sus luces, otros temerosos observaban desde sus ventanas, hubo quienes se atrevieron a salir a las calles. Los militares se inquietaron; los estudiantes y sus familias se resistían sin que Jesús parara un sólo minuto sus discursos.

Alguien gritó ¡bajen a ese tarado!, los estruendos de plomo se entremezclaban con su voz, mientras la silueta del flaco Jesús brincaba entre las cornisas sin que las balas opacaran las palabras en aquella garganta de oro.

Esa noche Jesús desapareció, como tantos otros que desaparecieron también y por quienes hoy la memoria se convierte en reclamo y compromiso.

Ahora cada vez que regreso a la escuela para dar clases, me parece que lo escucho, que escucho a ese gigante de Piedra, quien aferrado a su micrófono de sueños pinta con palabras y grita con colores la exigencia por lograr un mundo con justicia y dignidad.

*Poema sudamericano adaptado por ACA

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