Un pequeño paso para el hombre, un gran salto para la humanidad. Esa frase encierra la emoción que sintieron el 20 de julio de 1969 los habitantes de todo el mundo, mientras la cápsula espacial del Apolo 11 descendía en la superficie de la Luna, en el primer viaje con personas a bordo que hizo un alunizaje, a cargo del astronauta Neil Armstrong.

Entre otros acontecimientos, la pandemia del coronavirus que ha asolado a la Tierra no nos permitió vivir con la emoción que merece el lanzamiento del cohete Falcon 9, de SpaceX, que el sábado 30 de mayo de 2020 despegó desde el Centro Kennedy en Florida, con dos tripulantes, que llegarán a la Estación Espacial Internacional mientras escribo estas líneas.

Durante mi niñez, la fotografía de un astronauta era el símbolo del triunfo, la exacta imagen de la ciencia imparable, el producto de sesudos estudios en laboratorios, la creación de los hombres —y mujeres— más inteligentes, atrevidos y valiosos.

Como clímax de una carrera dedicada a la investigación, la disciplina y el estudio, el astronauta lograba ser admitido por la NASA para internarse en una cápsula espacial donde, desafiando la gravedad, alejado de su familia, tendría no solo la misión de llegar a donde ningún otro ser humano había alcanzado jamás, sino que representaba a los científicos y los expertos en tecnología que la habían hecho posible.

Además, dicen los analistas, el astronauta en su cápsula tiene tiempo para pensar. Hacer un ejercicio de introspección, llegar a sus más íntimos pensamientos para asumir en todo lo que vale ese logro, en nombre de sus compatriotas.

Para los astronautas, no importa la privación de pequeños placeres cotidianos: bañar su cuerpo bajo el agua de una regadera, sentarse en una mesa a disfrutar un platillo, caminar por un parque.

En este confinamiento, he pensado con frecuencia en los sufrimientos de otros, a lo largo de la historia, relacionados con el aislamiento: el dolor de los enfermos que no pueden levantarse de su cama, la soledad de los prisioneros, el encierro de quienes sufren injusta persecución, como los refugiados de los países en crisis.

Todos, de alguna manera, compartimos hoy en día la vida en una cápsula, en un espacio que se convierte en una celda, aunque sea una linda celda y tenga todas las comodidades.

La escritora Lilvia Soto, mi querida amiga, una persona de fuerza vital extraordinaria, participó el sábado 30 de mayo en el Encuentro Internacional de Mujeres Poetas en Tiempos de Contingencia. En su video, lee el poema Capsula Mundi (el nombre está en latín) donde habla de su voluntad anticipada:

“Sí, mi hija sufriría si no pudiera despedirse, / si no pudiera darme el entierro que quiero, / sin nicho y sin tumba, / sin ataúd de bronce ni de roble, / que me entierre en una Capsula Mundi le he pedido, / para seguir viviendo, / para continuar el ciclo vital, / que mi ataúd orgánico se plante bajo un pequeño árbol, / un árbol que mis restos harán crecer grande y fuerte. / Quiero vivir en un bosque,  / en unión íntima con la tierra y la madera, / con el jaguar, el ciervo y el pájaro carpintero, / que mi muerte alimente a la vida / en una eterna cadena terrenal”.

Ahora que la naturaleza se regenera gracias a que hemos dejado las plazas vacías, ahora que algunas carreteras se han quedado sin automóviles, la lección que plantas y animales nos ofrecen es muy clara: este planeta nuestro no nos necesita.

Puede sobrevivir, y muy bien, sin los humanos. Somos nosotros los que dependemos de su delicado equilibrio.

Hoy, los héroes son médicos y enfermeras cuya ropa y careta protectora nos recuerda a los astronautas que tripulan las naves espaciales. Su reto es vencer a un minúsculo organismo que puede reproducirse en nuestro cuerpo y provocar un estallido mortal.

Cuando llegue el momento de nuestra despedida, que llegará, nuestros seres queridos colocarán nuestro cuerpo en un ataúd, así sea por unas horas. Esa caja mortuoria será la última cápsula que nos albergue. ¿Hay otra alternativa? La hay: hacer de nuestros huesos una ofrenda, transformarlos en nutrientes para un bosque. Una idea formidable.

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