No hay imagen más bella que dos amantes después del íntimo abrazo. En la estupenda novela La sonrisa etrusca, de José Luis Sampedro, hay una escena inicial: en el museo romano de Villa Giulia, un guardia mira con curiosidad a un viejo que se ha quedado quieto observando a un sarcófago de terracota, “Los esposos”. Dice Sampedro: “La mujer, apoyada en su codo izquierdo, el cabello en dos trenzas cayendo sobre sus pechos, curva exquisitamente la mano derecha acercándola a sus labios pulposos. A su espalda el hombre, igualmente recostado, barba en punta bajo la boca faunesca, abarca el talle femenino con su brazo derecho. En ambos cuerpos el rojizo tono de la arcilla quiere delatar un trasfondo sanguíneo invulnerable al paso de los siglos. Y bajo los ojos alargados, orientalmente oblicuos, florece en los rostros una misma sonrisa indescriptible: sabia y enigmática, serena y voluptuosa”.

Ese cansancio se agradece. De manera paradójica, da fuerzas para seguir adelante. Da paz al cuerpo y a la mente, permitiendo al ser humano recomponer su estructura, definir el rumbo de su vida, establecer prioridades e iniciar un nuevo día.

Los jóvenes deportistas sienten el cuerpo lleno de energía al concluir el partido, la carrera o la competencia de natación. En la última brazada se llenan de fuerza, aunque caminen trémulos hacia la regadera. En pocas horas, estarán como nuevos.

A medida que pasa la vida, el organismo agota sus capacidades y la piel se reseca, los huesos se vuelven frágiles, el corazón es una cavidad por donde transcurre con dificultad el torrente sanguíneo. Se cansan los ojos y requieren anteojos. Se cansan los oídos y requieren aparatos. Se cansa la mente de tanto pensar.

La actitud, sin embargo, se conserva firme. Isabel Allende, en su libro de memorias Mujeres del alma mía, habla de su padrastro: “El tío Ramón tenía tan mala memoria para lo negativo, que en su vejez me llamaba Angélica —mi segundo nombre— y me decía que durmiera de lado para no aplastar mis alas. Lo repitió hasta el final de sus días, cuando la demencia y el cansancio de vivir lo habían reducido a una sombra de quien fue”.

Más difícil de enfrentar es el cansancio emocional. En algunas personas, se transforma en tristeza, en dolor subterráneo, escondido, como si al representar la obra de teatro en la que somos actores frente a los demás, hubiera un fantasma oculto en las bambalinas, amenazando con salir a escena y quitarnos el disfraz que nos pusimos con dificultad.

Esa tristeza carcome los huesos como la humedad invade los muros de las casas viejas, afectando el color de la pintura y dejando los ladrillos expuestos, que pronto se desmoronan.

En el libro Lo que fue presente, Héctor Abad Faciolince explica: “Voy a cumplir sesenta años. A esta edad uno siente ya que la vida personal importa menos que antes. Como dice un amigo del colegio, «nos queda un cuarto de tanque», si mucho, por vivir. Mirar hacia atrás lo vivido, desde el ocaso, les resta gravedad a casi todas las cosas importantes. Uno es lo que es y lo que fue; uno es ya muy poco lo que será. «Soy un fue y un será y un es cansado», dice Quevedo. La clave está en el cansancio de hoy, no en el pasado irremediable ni en el breve futuro”.

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