El Génesis, primer libro de la Biblia, afirma que Dios formó al hombre del polvo de la tierra y sopló en su nariz el aliento de vida. Fuimos moldeados con barro, somos vasijas de arcilla que tratan de llenar el vacío interior con joyas, grados académicos, automóviles veloces, títulos de poder, casas llenas de muebles que escuchan la risa de los niños, el rumor de los abrazos, el grito de los insultos o el seco ruido de la puerta que se cierra de golpe.

Si somos polvo que recibió el regalo vital, llevamos la nostalgia debajo de la piel y un suspiro contenido que al llegar al campo se resuelve en lágrimas de gratitud, como si el verde paisaje entrara por las pupilas y se deslizara por la garganta, apretando un nudo hecho con el invisible cordón del pecho, que hace palpitar el corazón y revive viejos recuerdos, como quien mira una película filmada apenas ayer.

Siempre he vivido en ciudades, pero siento una curiosa añoranza por el campo. Quizá los espíritus de mis antepasados me llamen desde las huertas de manzanas cultivadas por sus manos. Tal vez dejaron alguna oración en sus milpas. Algún pensamiento quedó flotando sobre los surcos donde dispersaron semillas que al cabo de unos meses se volvieron maíz, lechuga, rábano, tomates y calabacitas. Será por eso que mi alma se siente feliz en el mercado, ante la hermosa instalación de colores que montan los comerciantes de frutas, como si fueran creadores de arte conceptual, esa nueva manifestación que llena las salas de los grandes museos del mundo. Los puestos del mercado están llenos de esculturas vegetales que se comen mientras nutren cuerpo y alma.

Antonio Machado escribió: “La tarde está muriendo / como un hogar humilde que se apaga. // Allá, sobre los montes, / quedan algunas brasas. // Y ese árbol roto / en el camino blanco / hace llorar de lástima. // ¡Dos ramas en el tronco herido, / y una hoja marchita y negra en cada rama!”

En un viaje a Texas, el inmortal Borges creó estos versos: “Aquí también. Aquí, como en el otro / confín del continente, el infinito / campo en que muere solitario el grito; / aquí también el indio, el lazo, el potro. // Aquí también el pájaro secreto / que sobre los fragores de la historia / canta para una tarde y su memoria [...] Aquí también esa desconocida / y ansiosa y breve cosa que es la vida”.

Pocos poetas han cantado al campo con tanta alegría como Carlos Pellicer, a quien conocí en Querétaro, en su habitación del Gran Hotel, a donde me invitaron mis amigos Manuel Herrera Castañeda y Enrique Villa. En su balcón, el tabasqueño miraba feliz el jardín, la fachada de la vieja iglesia y los niños que compraban globos con helio. En uno de sus poemas, habla de su más grande amor: “Mi madre se llama Deifilia, / que quiere decir hija de Dios flor de toda verdad. / Estoy pensando en ella con tal fuerza / que siento el oleaje de su sangre en mi sangre / y en mis ojos su luminosidad. / Mi madre es alegre y adora el campo y la lluvia, / y el complicado orden de la ciudad”.

Mi madre, Celia, cuyo nombre habla del cielo, viene de una larga estirpe que cultivaba la tierra. Siendo niños, pasamos una temporada en La Huerta, rancho que fue de sus padres y que mis hermanos, tíos y primos gozaron como si en esas hectáreas cupiera el mundo entero. Bendita tierra.

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