Una querida amiga nos recibió en su casa para ir juntos a una boda elegante. Nos pusimos vestidos largos con escote. Los maridos estaban en la sala. Ella me pidió que le ayudara a mover un mueble con cajones. Sacamos los cajones para aligerar la carga. Debajo había un tapete y bajo el tapete una duela que se deslizó mediante una presión en el lugar exacto. Ella quitó varios listones de duela y se abrió un espacio en el subsuelo, protegido por cemento, que contenía la caja fuerte. Esa noche lucimos sus joyas de familia. A la mañana siguiente volvieron a su lugar.

Las cajas de madera con herrajes de bronce resguardaron los tesoros de antiguas civilizaciones. El Arca de la Alianza, en la tradición judía y cristiana, es un cofre sagrado, ubicado en el Tabernáculo, que después se colocó en el templo de Jerusalén construido por Salomón. Yahvhe solicitó a Moisés que la construyera, al entregarle los Diez Mandamientos en el Monte Sinaí.

La caja es un invento que ha permitido al ser humano tener mejor calidad de vida: guarda lo importante, protege los bienes y los pone al resguardo de malhechores. Documentos, joyas y valores, están en cajas con varios mecanismos de seguridad.

La caja fuerte que conocemos fue inventada en París, en 1844. Su creador, Alexandre Fichet, creó un mecanismo que podía resistir el agua y el fuego. Ya había inventado una cerradura de alta seguridad, casi inviolable, en 1829. Lo estoy viendo, brindando por su creación con un buen tinto, conocedor de la trascendencia de su invento.

En el antiguo Egipto se guardaban los tesoros en cofres de madera, enterrados en lugares seguros. En los textos de Homero aparecen cajas de madera reforzada, con tapa y mecanismos de seguridad. En aquellos tiempos, en varios templos griegos había una cámara reservada al tesoro de los dioses, donde se custodiaban bienes de ciudadanos, mediante un pago acordado.

En Corinto hace 2,700 años, Cipselus poseyó una caja de cedro con incrustaciones de oro y marfil. En la antigua Roma se hacían cajas de hierro con candado, ubicadas a la entrada de las casas principales, a la vista de todos, vigiladas por esclavos.

Todavía recuerdo la cauda de emociones que me provocó La caja de música, una película de 1989, dirigida por Costa-Gavras, protagonizada por Jessica Lange y Armin Mueller-Stahl. Está inspirada en la vida real: el juicio al criminal de guerra Johan Demjanjuk. Un viejo inmigrante, padre de una abogada, es acusado de crímenes de lesa humanidad, perpetrados bajo el horror nazi. Una caja de música, delicada pieza de ornato, se convierte en la prueba definitoria.

Son tan bellas estas cajas que Jorge Luis Borges cayó en su embrujo: “Música del Japón. Avaramente / de la clepsidra se desprenden gotas / de lenta miel o de invisible oro / que en el tiempo repiten una trama / eterna y frágil, misteriosa y clara. / Temo que cada una sea la última. / Son un ayer que vuelve. ¿De qué templo, / de qué leve jardín en la montaña, / de qué vigilias ante un mar que ignoro, / de qué pudor de la melancolía, / de qué perdida y rescatada tarde, / llegan a mí, su porvenir remoto? / No lo sabré. No importa. En esa música / yo soy. Yo quiero ser. Yo me desangro”.

Las cajas que detesto son las cajas mentales. Muchos tienen en la memoria compartimentos llenos de prejuicios que les provocan reacciones y actitudes. Alguien les dijo, en la niñez, que las personas de otra raza son inferiores. Que los pobres son holgazanes. Que las mujeres no tienen los mismos derechos que los varones. Que los otros, los diferentes, no merecen respeto.

Como títeres salidos de la caja del teatro guiñol, estas personas salen al escenario, actúan y gritan, señalan y acusan.

Para pensar, es necesario tener información, luego procesarla. Llevar esta información al terreno de la conciencia, analizar todas sus implicaciones. Hay que revisar con frecuencia las cajas que tenemos en la mente y tirar lo que no sirve.

Sin embargo, hay que guardar lo valioso: la bendición de una madre, el beso de un bebé, una conversación entre amigos, joyas emocionales que se preservan a pesar del implacable paso del tiempo en una caja fuerte. Aunque los demás ignoren su existencia.

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