Más allá de la interpretación que los ministros dan a los relatos bíblicos, el conocer los libros sagrados nos da referencias culturales que nos vinculan con otros seres humanos.

Hace años, en una deliciosa comida ofrecida por Miguel de la Madrid en el Fondo de Cultura Económica, escuché la reseña que hizo Adolfo Castañón de un viaje a Rusia. El muro de Berlín había caído, una democracia incipiente daba fin a la Guerra Fría y el intelectual mexicano pudo recorrer, en grupos privilegiados, los museos más impresionantes de ese gran país. Se lamentaba de que la dictadura soviética hubiera eliminado no solo la práctica religiosa, sino el trasfondo: la iconografía y narrativa de las religiones.

Comentaba Castañón que los guías no sabían explicar imágenes cristianas que a los creyentes les parecen asequibles, porque han escuchado su interpretación de labios de sacerdotes y abuelos. Todo católico sabe de memoria pasajes del Evangelio y puede explicar a un japonés la composición de un cuadro o quiénes son los personajes representados en las esculturas de un retablo.

Caín es, en la Biblia, el primer hombre nacido fuera del Paraíso. Fue el primogénito de Adán y Eva, por tanto, el iniciador de la humanidad. Como su hermano Abel, se dedicó a labores del campo: eran agricultores y ganaderos. Cada uno levantó un altar a Dios para ofrecerle sus primicias. Las ofrendas de Caín fueron sus frutos. Las de Abel fueron de origen animal: los primeros de cada rebaño y grasa de ovejas, que ardió entre las llamas. 
Dios prefirió la ofrenda de Abel a la de Caín. Es interesante que la palabra holocausto, de origen griego, significa “sacrificio por fuego”

La carne sacrificada pasa por el fuego y es consumida por completo como una ofrenda al Creador. De ahí el significado que el pueblo israelita da a la muerte de millones de judíos en la Segunda Guerra Mundial.

Caín se molestó cuando Dios se mostró más agradecido con su hermano que con él. Urdió un plan, llevó a Abel al campo y, según la sabiduría popular, lo mató con una quijada de burro. En 1968, en la película 2001, Odisea del espacio, el cineasta Stanley Kubrick pone un hueso de animal en las manos de los primates africanos para crear la primera herramienta. Esta cinta, filmada con el guión del mismo Kubrick  y de Arthur C. Clarke, da un giro artístico a la interpretación del Génesis.

El reconocido autor español José Luis Piquero (1967) ha escrito un poema que traduce lo que muchos sienten: “Gracias, odio; gracias, resentimiento; / gracias, envidia; / os debo cuanto soy. / Lo peor de nosotros mantiene el mundo en marcha / y la ira es un don: estamos vivos. / De quién demonios sean las sonrisas, / derrochadas igual que mercancía barata, / yo nunca me he ocupado. / Gracias por no dejarme ser inconstante y dulce / mientras levanta el mundo su obra minuciosa de dolor / y nos hacemos daño unos a otros / amándonos a ciegas / con torpes manotazos. / Yo soy esa pregunta del insomnio / y su horrible respuesta / [...] Gracias, Señor, por mostrarme el camino. / Gracias, Padre / por dejar a tu hijo ser Caín”.

Habría que preguntarse hasta dónde la maldad y la ira son mecanismos que impulsan a pueblos enteros hacia el desarrollo. Hace tres décadas, el mundo era bipolar y los dos imperios: Estados Unidos y la Unión Soviética, vivían en una permanente competencia por ser los primeros, los mejores, los más poderosos. Eso se traducía en triunfos deportivos y avances científicos, pero también en el avance de la industria bélica: cómo matar mejor, 
a más personas, con la mayor precisión, era la meta.

Desde entonces a la fecha se han inventado drones que toman fotografías y video con fines artísticos o empresariales, para cuidar al planeta 
o salvar especies, pero también son armas que destruyen. Todo está en la intención del que los maneja.

Sobre los golpes de la existencia dice César Vallejo, el gran poeta peruano: “Son pocos, pero son... abren zanjas oscuras / en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte. / Serán tal vez los potros de bárbaros atilas; / o los heraldos negros que nos manda la muerte”.

La parte oscura de cada uno, el Caín que llevamos dentro, dice tanto sobre nosotros como la luz que tratamos de proyectar en cada acto significativo de la vida.

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