El 28 de junio de 1914, en Sarajevo, Serbia, un nacionalista serbobosnio asesinó al archiduque de Austria-Hungría, Francisco Fernando, lo que hizo estallar la I Guerra Mundial. Mientras varios países se involucraban en el conflicto, el escritor Miguel de Unamuno, quien había sido rector de la Universidad de Salamanca, España, publicó su novela Niebla. El personaje central, Augusto Pérez, después de sufrir una desilusión amorosa, decidió suicidarse para terminar con su dolor, pero antes de hacerlo era preciso que se entrevistara con su autor, es decir, el mismo Unamuno.

Esta historia es un enfrentamiento entre la realidad y la ficción, la criatura y el creador, la verdad y la mentira. El narrador le dice a Pérez: “Los hombres no sucumbimos a las grandes penas ni a las grandes alegrías, y es porque esas penas y esas alegrías vienen embozadas en una inmensa niebla de pequeños incidentes. Y la vida es esto, la niebla. La vida es una nebulosa”.

Dígame usted si no tenía razón Unamuno. Antes del enfrentamiento con su creador, el protagonista, más que vivir se dejaba vivir. Al ponderar el valor de sus actos y decisiones, entra en la niebla.

La niebla dificulta la visión de un panorama. La niebla densa se llama bruma, y el significado de esta palabra se aplica a la incertidumbre humana, cuando nos encontramos perdidos en el camino y la visión de los ojos no es clara. Nos sentimos abrumados ante la complejidad de los problemas.

La bruma llega a ser tan densa que desdibuja los árboles, las figuras humanas y los edificios de una ciudad. He estado rodeada de bruma cuando hemos vivido junto al mar: en la bella costa de California y en Boston, puerto construido en el Atlántico norte.

La ciudad de Salamanca tiene inviernos fríos, y sus edificios de piedra se pierden en la niebla. Quizá bajo su influjo, don Miguel escribió en su novela: “La calle forma un tejido en que se entrecruzan miradas de deseo, de envidia, de desdén, de compasión, de amor, de odio, viejas palabras cuyo espíritu quedó cristalizado, pensamientos, anhelos, toda una tela misteriosa que envuelve las almas de los que pasan”.

En Francia, la bruma dio nombre al segundo mes del calendario republicano, llamado Brumario, que dura desde el 22 de octubre hasta el 20 de noviembre, y puede variar según el año. En el informe a la Convención Republicana se afirma que se eligió ese nombre por “las neblinas y las brumas bajas que son la trasudación de la naturaleza de octubre a noviembre”. El 18 de brumario del año VIII (9 de noviembre de 1799) Napoleón Bonaparte terminó con el Directorio y dio lugar al Consulado: ese golpe de estado concluye la Revolución Francesa.

De no ser por razones políticas, quizá los franceses seguirían llamando brumario a ese mes de árboles sin hojas, lluvias intermitentes que lavan las aceras, gente que corre bajo los paraguas y repertorios de melancolía en las salas de música.

Jorge Luis Borges, en su lento caminar por Buenos Aires, tenía su propia bruma instalada en la mirada. Poco a poco se quedó ciego, y en su cuento “El otro” declaró que perder la vista era “como un largo atardecer de verano”. Este poeta infinito escribió “La víspera”, cuyos versos dicen: “Millares de partículas de arena, / ríos que ignoran el reposo, nieve / más delicada que una sombra, leve / sombra de una hoja, la serena / margen del mar, la momentánea espuma, / los antiguos caminos del bisonte / y de la flecha fiel / un horizonte / y otro, los tabacales y la bruma, / la cumbre, los tranquilos minerales, / el Orinoco, el intrincado juego / que urden la tierra, el agua, el aire, el fuego, / las leguas de sumisos animales, / apartarán tu mano de la mía, / pero también la noche, el alba, el día”.

Concluyo esta columna húmeda con dos estrofas de Enrique González Martínez: “Cuando sepas hallar una sonrisa / en la gota sutil que se rezuma / de las porosas piedras, en la bruma, / en el sol, en el ave y en la brisa // Sacudirá tu amor el polvo infecto / que macula el blancor de la azucena, / bendecirás las márgenes de arena / y adorarás el vuelo del insecto; // y besarás el garfio del espino / y el sedeño ropaje de las dalias… y quitarás piadoso tus sandalias / por no herir a las piedras del camino”.

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