El siempre citable Augusto Monterroso decía que el encuentro con Borges es definitivo, y no hay manera de librarse de él; ejemplo máximo de excelente escritura, es mencionado entre los grandes de la literatura, sobre todo entre los gloriosos que no recibieron el Premio Nobel (Joyce, Kafka, Proust, Conrad, Greene, Forster, James, su admirado Reyes); sus raíces, para asombro de los esnobs, vienen de lo popular, de los barrios bajos, de los guapos, que no son los bien parecidos sino los valientes, los temerarios que buscan la muerte gloriosa a manos de sus iguales.


Así como otro no premiado, Julio Cortázar, que esboza la mejor teoría del relato breve en su prólogo a sus insuperables traducciones de Edgar Allan Poe, Borges nos deja ver sus orígenes en una serie de cuatro conferencias dictadas en 1965, y recogidas ahora en un breve pero intenso volumen, el inesperado El tango (Lumen, 2017).


Uno tenía algunas opiniones de Borges sobre el tango, sobre todo la afirmación de que esa música se había deteriorado a partir de la popularidad de Carlos Gardel, que dio un giro al género y lo convirtió en un canto triste, de añoranza y del saber que se ha perdido a una mujer, y una mujer que es generosa con sus favores, pero con otros, no con uno. Esas opiniones iban de acuerdo con la de Ignacio Fernández Esperón, inmortalizado como Tata Nacho, quien afirmaba que la canción ranchera se había echado a perder a causa de Lucha Reyes, que la había degenerado con su voz aguardientosa, y de allí pa’l real (claro que no contaba con la genialidad de Rubén Fuentes, de quien hay que hablar largo, y de voces como las de Aída Cuevas, de La Torcacita, de La Consentida  y algunas otras, o Jorge Fernández y algún otro, aunque sin estilo). Borges bromeaba con que el mejor tango no era argentino sino uruguayo, y que su prestigio (que no su fama) se debía a París y no a Buenos Aires ni menos a Montevideo.


Tenían razón Tata Nacho y Borges; la mejor canción ranchera no es la canción bravía, ni el tango es el del bandoneón, así como el baile mexicano más movido y alegre no es mexicano sino alemán, y el mejor baile del tango no es cuarteado y cachondo sino alegre y acrobático y tan erótico que fue llevado a juicio en dos ocasiones, cuenta Borges, y fue exonerado de lascivia (“señor juez señor juez señor juez, mi delito es por bailar el chachachá”, celebró la Orquesta Aragón en los años cincuenta, ahora hay que agregar que del siglo XX).


Pero más allá, Borges, el mejor Borges oral, más allá de algunas muletillas, rinde homenaje a los malos, a los raterillos, a los que vencen a las mujeres no por su físico sino por sus acciones, y que retan a todos; esos, mal retratados por los cines mexicano y argentino (aunque Víctor Junco y David Silva se acercaron) pero que pueblan las películas de John Ford y de Howard Hawks, los que se hacen amigos a punta de madrazos, que empatan en la competencia de tragos (pero no de borracheras), los que desafían la medianoche, los que rehúyen los trabajos decentes pero que no son delincuentes ni políticos, que sacan la navaja a la menor provocación para demostrar su hombría, no para asaltar, y piensan que es de cobardes usar armas de fuego.


En estas cuatro conferencias, que estuvieron acompañadas de un pianista que ilustraba las palabras de Borges, que llegó a cantar algunas estrofas, y un recitador que reprodujo, al parecer de memoria, alguna milonga (“morir es una costumbre que sabe tener la gente”) y algún tango hecho poema; Borges, que desentona (dice; debe ser exceso de modestia porque los ciegos tienen buen oído —Lupe y Raúl, con mucho el mejor dueto mexicano), añora la época mejor de los tangos antes de que se hicieran tristes, aunque sabe que la cursilería, la buena cursilería, fue parte de esos tangos antes de las canciones dramáticas y quejumbrosas.


¿De allí nace la elegante prosa de Borges, su ausencia de adjetivos innecesarios, la elocuente economía para narrar amores desdichados, para citar a los clásicos sin nombrarlos? Sí, y lo explica bien al describir cómo su cuento más célebre es un tango en prosa y sin música, pero con su ritmo y su brevedad.


(En recuerdo del mayor borgeano mexicano, José Emilio Pacheco)

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