En algún pliegue de mi corazón, en un rincón que recibe el chorro bermejo de la sangre, habita la curiosa nostalgia de lo que no tuve: nunca he vivido en un barrio. Es decir, no he tenido la suerte de conocer a todos los vecinos, de reunirme con ellos por las tardes plácidas en una banca del atrio de nuestra parroquia, a ver pasar la gente como quien ve pasar la vida.

Mis hermanos tienen recuerdos de una casa en el andador 16 de Septiembre, en pleno corazón de Santiago de Querétaro, donde crecieron como si fueran dueños de los laureles de la India que fueron plantados en la plazuela de la Corregidora hace un siglo, ejemplares de tronco grueso y ramas capaces de soportar el peso de tres niños. En esa calle y en otras donde vivimos había un ligero sabor a barrio, pero no todos los domicilios eran casas: había zapaterías, bancos, cafés, librerías, tiendas de ropa; no podíamos integrarnos por completo a la comunidad: pasábamos el día en la escuela, haciendo deporte y atendiendo el negocio de mi madre. No hubo tiempo para hacer amistades.

José Antonio Cedrón, poeta argentino nacido en 1945, quien vive en México según mis pesquisas, escribió esta joya: “La adivina del barrio”:

“La que leyó la vida de vecinos y amigos / la que predijo novios con fortuna / cartas de amor y bodas en futuro / esa adivina nunca tuvo tiempo / para alejar los dedos de la mesa / y viajó por las líneas de las manos ajenas. // La que llenó la vida de los otros / entre cuatro deseos de baraja / hizo soñar muchachas en mi barrio / que tejieron ajuares sobre el cuarto menguante / de sus lunas”.
Hoy, en pleno siglo XXI, hay comunidades en todo el mundo cuyo tejido social se mantiene firme gracias a los servicios de una casamentera que logra lo imposible, de un carpintero que ha creado las mesas de varias familias —algunas construidas dentro del comedor, porque no cabrían por la puerta—, y de una abuela que sale a la banqueta con su silla para contarles cuentos a los chiquillos a sus pies.

Otro argentino, Evaristo Carriego, muerto en 1912 a los 29 años de edad, pinta esta escena en su poema: “Ya los de la casa se van acercando / al rincón del patio que adorna la parra, / y el cantor del barrio se sienta, templando, / con mano nerviosa la dulce guitarra. // La misma guitarra que aún lleva en el cuello / la marca indeleble, la marca salvaje / de aquel despechado que soñó el degüello / del rival dichoso tajeando el cordaje”.

Somos humanos. En cada barrio hay historias felices y tragedias cuyo dolor se amplifica en el chisme de las comadres, adolescentes hermosas que levantan suspiros, hombres maduros que buscan pretextos para verlas pasar, suegras que todo investigan y no se pierden la oportunidad de analizar miradas furtivas y de reprobar la generosidad de escotes ajenos.

El uruguayo Mario Benedetti, prolífico narrador y poeta, sintetiza así el sentimiento de quienes regresan: “Volver al barrio siempre es una huida / casi como enfrentarse a dos espejos / uno que ve de cerca otro de lejos / en la torpe memoria repetida / la infancia la que fue sigue perdida / no eran así los patios son reflejos / esos niños que juegan ya son viejos / y van con más cautela por la vida / el barrio tiene encanto y lluvia mansa / rieles para un tranvía que descansa / y no irrumpe en la noche ni madruga”.

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