Desde que los seres humanos poblamos la Tierra, hombres y mujeres, al nacer, buscan a su madre siguiendo el rastro de su olor. A través del líquido amniótico, a lo largo de los nueve meses de vida intrauterina, madre e hijo se comunican de muchas maneras. Los bebés pueden distinguir sus aromas y sonidos, como el timbre de la voz o el palpitar del corazón. El pequeño identifica sin dudar a la persona de la que depende por completo. Se han hecho experimentos con prendas que llevan el rastro de leche materna, para acercarlas a recién nacidos en cuneros de hospitales: los niños, con horas de vida, saben distinguir perfectamente la ropa de su mamá, rechazando las que llevan el registro aromático de otras mujeres.

Los científicos que estudian el comportamiento de los animales —humanos incluidos— han encontrado numerosas pruebas de que los aromas influyen en la conducta. Según Adam Gouraguine, de la Universidad de Essex en el Reino Unido, los peces tienen un sistema olfativo tan desarrollado como los humanos y cuando se encuentran en aguas que llevan el olor de un depredador, nadan con mayor rapidez, alejándose. También se activan más al descubrir el olor de un alimento, y se dirigen hacia esa zona en el agua.
Si eso ocurre con los peces, con mayor razón entre los miembros de la especie humana.

Nada es tan poderoso como un aroma para traer a la mente una memoria almacenada y hacernos vivir de nuevo un momento del pasado. Al aspirar a fondo y reconocer el conjunto de olores asociados a un recuerdo, podemos recrear una conversación, recordar frases o notas musicales, los nombres y rostros de las personas con quienes vivimos esa experiencia, los platillos que disfrutamos y la belleza del paisaje que nos rodeaba.

Los perfumistas pueden provocar emociones a través de un aroma. Saben que un olor, desde el punto de vista químico, es un estímulo y percepción producida en el olfato por la interacción de una sustancia orgánica con los receptores olfativos. Los expertos coinciden en clasificar los olores en siete primarios: etéreo, alcanforado, almizcle, floral, mentolado, picante y pútrido.

En el terreno del amor, el aroma juega un papel esencial. La “Oda a su aroma”, de Pablo Neruda, dice: “Sumergido en la frescura de tu amor, amada, / como en un manantial o en el sonido / de un campanario arriba / entre el olor del cielo / y el vuelo de las últimas aves / amor, olor, palabra / de tu piel, del idioma / de la noche en tu noche, del día en tu mirada. // Desde tu corazón / sube tu aroma / como desde la tierra la luz / hasta la cima del cerezo / en tu piel yo detengo tu latido / y huelo la ola de luz que sube / la fruta sumergida en su fragancia”.

A veces buscamos un aroma que alguna vez gozamos y registramos en el recuerdo, entre las memorias del placer. Jaime Sabines, el autor chiapaneco, escribió el poema “He aquí que tú estás sola y yo estoy solo”. Dicen sus estrofas: “Ya no sé dónde estás. Yo ya he olvidado / quién eres, dónde estás, cómo te llamas. / Yo soy sólo una parte, sólo un brazo / una mitad apenas, sólo un brazo. // Te recuerdo en mi boca y en mis manos. / Con mi lengua y mis ojos y mis manos / te sé, sabes a amor, a dulce amor, a carne / a siembra, a flor, hueles a amor, a ti / hueles a sal, sabes a sal, amor y a mí. / En mis labios te sé, te reconozco, / y giras y eres y miras incansable / y toda tú me suenas / dentro del corazón como mi sangre”.

Nada como la poesía para explicar las experiencias humanas. Leemos versos de los grandes autores como quien busca la clave del conocimiento, la llave que gira en el corazón para abrirlo y dejar que la sangre brote y con ella, como si fuera tinta, podamos dejar constancia de nuestro paso por el mundo.

“Déjame ser el lobo”, poema de Alberto Ruy Sánchez, dice: “Desde el lado obscuro de tu piel / me iluminas. // Déjame ser el lobo / —sombra de sed y perro y hambre— / que entra en la noche / de tu cuerpo / con pasos húmedos, / titubeantes, / por tu bosque incierto / —tu olor a mar me guía / hacia tu oleaje — / para tocar adentro / la luna creciente / de tu sonrisa”.

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