La cifra mágica, mil 500 millones de dólares, era mencionada una y otra vez cuando la Primavera Árabe ardía en Egipto en aquél 2011. Era el monto que Washington destinaba en ayuda militar al Cairo. Una suma nada despreciable. Hasta que, tras la caída de Mubarak y el ascenso de Morsi, un miembro de la Hermandad Musulmana llegó Qatar ofreciéndole 8 mil millones de dólares, un monto cinco veces mayor, para fortalecer su presidencia (y con ello, catapultar el emergente rol que Doha pretendía jugar la región). Cuando un año después Morsi fue derrocado, Arabia Saudita entra a sumarse a la causa, pero no a la causa de Morsi como Qatar, sino a la causa de sus derrocadores, ofreciendo aportar 12 mil millones de dólares, un fondo 50% mayor que el que Doha había ofrecido a Morsi. De ese tamaño era, no la animadversión que la Hermandad Musulmana provocaba en la monarquía saudí, sino su conflicto con Doha.

Lo que hay en el fondo de las tensiones actuales es la disputa entre el líder tradicional sunita de la región —Arabia Saudita—, y las aspiraciones del emirato qatarí para buscar un cada vez mayor espacio de influencia en esa zona del mundo. Tras la convulsión generada a causa de la Primavera Árabe, Qatar encuentra un área de oportunidad para incrementar esa influencia. Doha entra con fuerza a financiar lo mismo a islamistas moderados en Túnez y Egipto, que a islamistas de corte más radical como Hamás en Palestina. La cuestión es que estos pasos son mirados con gran preocupación en Arabia Saudita, en parte por los efectos de contagio que el fortalecimiento de estos grupos islámicos de base, pudiera tener en cuanto a la estabilidad en su país. Pero lo que más inquieta a Arabia Saudita es que Qatar estaba dispuesto no solo a ignorar las preocupaciones saudíes, sino, junto con Turquía, a retar directamente a Riad en distintos escenarios. Hay quien ha argumentado que el dinero saudí a veces termina en grupos igualmente radicales, lo que es cierto, salvo que esta no es una competencia “moral”, sino una disputa por poder e influencia. Las tensiones escalan en 2014 cuando Riad, además de EAU y Bahréin, deciden retirar a sus embajadores de Doha. A pesar de que esa crisis es resuelta poco después, las tensiones de fondo siguieron vivas.

La gota que derrama el vaso es la cuestión iraní. Durante su visita a Arabia Saudita, Trump reafirma el respaldo de Washington a sus aliados sunitas tradicionales en su confrontación con Irán, la potencia líder del islam chiíta. Esa muestra de apoyo es recibida de manera muy especial por Riad después de años de distanciamiento con Obama. Doha, en cambio, ha mostrado una mucha mayor mesura en ese asunto. El 23 de mayo, salen a la luz declaraciones del emir de Qatar en las que critica la política estadounidense contra Irán y expresa su visión más moderada acerca de ese país y acerca de algunos de los grupos militantes que Teherán apoya, lo que desencadena la crisis actual.

En suma, los más recientes eventos representan solo una pieza más de un complejo ajedrez. Al tratar de aislar a Qatar, Arabia Saudita ha exhibido un músculo que podría acarrear repercusiones severas para Doha. Es posible que, en no mucho tiempo, los países hermanos encuentren cómo resolver sus problemas inmediatos. La pregunta que quedará ahí, sin embargo, es si Arabia Saudita habrá sido capaz de ofrecer una lección de suficiente tamaño a quienes deciden salirse de su línea, o si países como Qatar, seguirán intentando actuar con la independencia que un entorno altamente inestable les ha permitido.

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