El viernes pasado, en las inmediaciones de la colonia 20 de Noviembre de la Ciudad de México, dos sujetos sacaron de su domicilio a un hombre que se dedica a la compra y venta de autos.

Se lo llevaron en una camioneta Tornado; más adelante cambiaron de vehículo, una Buick Enclave de color gris, y se dirigieron al cruce de Circuito Interior y Eduardo Molina. Ahí invadieron el carril del Metrobús. Un agente de tránsito les marcó el alto y se acercó a la ventanilla del conductor con la intención de infraccionarlo. Alcanzó a oír un grito:

—¡Me llevan secuestrado!

En el asiento trasero vio que uno de los pasajeros llevaba sometida a una persona, con el brazo derecho alrededor de su cuello. El conductor le dijo que no hiciera caso. “Es mi suegro, está borracho, lo vamos a internar”.

A unos pasos del agente de tránsito se hallaba la policía segundo Ana Laura Martínez, una joven de 24 años de edad. Hacía apenas una semana que le habían asignado aquella esquina con la intención de inhibir el robo a transporte —en una zona de la delegación Venustiano Carranza altamente castigada por este delito.

Ana Laura nunca antes había pisado la calle. Luego de pasar por la Academia de Policía, sus superiores la enviaron a la base de radio: durante un año y ocho meses su labor consistió en “canalizar emergencias”.

Hoy que su imagen está en todos los diarios y todos los medios, converso con ella en la instalaciones de la Secretaría de Seguridad Pública. Luce un uniforme impecable, sin una arruga. Se ha puesto una finísima línea de rímel en los ojos. Su camisola es tan blanca que se diría que albea. Uno podría arreglarse la corbata en el reflejo de sus zapatos lustrosos.

“Una policía de última generación”, me dicen en la SSP.

Durante el año ocho meses que estuvo en la base su trabajo consistió “en reportar al C-2 y al C-5” y en solicitar “auxilio, unidades médicas, apoyo urgente a compañeros que se hallaban en problemas”.

Ana Laura fue un enlace entre lo que sucedía en las calles y las dependencias encargadas de resolverlo. “Me intrigó siempre todo lo que reporté”, recuerda. Por la frecuencia de radio oía pasar los hechos: las tragedias de una ciudad donde no se detiene la violencia, en la que no paran la muerte y el crimen.

Pero ella invariablemente se encontraba en una especie de limbo: “Nunca supe en qué terminaban las cosas”, dice. Se refiere a que siempre se perdía la parte final de aquellas tragedias: qué pasó con el herido al que se llevó la ambulancia, quiénes eran las víctimas del asalto aquel, qué pasado provocó que aquel hombre fuera asesinado frente a un puesto de tacos.

Le preguntó a Ana Laura por qué entró a la policía. Me dice que su padre agente en el Estado de México —se dio de alta hace 16 años—, y que hay cosas que están en la sangre.

—¿Qué cosas? —le pregunto.

—Poder servir, ayudar —dice.

Aquel viernes, a las seis de la mañana, Ana Laura llegó a la Estación Oceanía. Pasó revista, firmó de presente, se uniformó y se armó, y se dirigió a su punto. Llevaba once horas en aquella esquina de tránsito enloquecido cuando sucedieron las cosas. Caminaba por la banqueta al lado del puesto de periódicos, de la pozolería, de la miscelánea, de un negocio de línea blanca. Todo esto en medio de un ruido infernal.

A las 17:25, el agente de tránsito le solicitó apoyo: “Pendiente, compañera, pida apoyo”. Ana Laura obedeció. El conductor de la Buick, que había descendido, echó a correr por Circuito Interior cuando oyó la sirena de una patrulla que se acercaba (dejó abandonada una 9 mm. junto al asiento del piloto). El agente fue tras él.

Ana Laura rodeó por detrás la camioneta. Cuando terminó de hacerlo, vio que el segundo pasajero también había bajado, y ahora le apuntaba al pecho con un arma. “Yo creí que esto no era cierto —dice—, pero vi pasar mi vida. Vi pasar a mi hijo, vi pasar a mi familia”. Ana Laura desenfundó el arma de cargo y disparó tres veces. Le dio a su agresor en el hombro, en algún lugar del torso… no sabe dónde más.

“Yo esperaba recibir un impacto en la cara o en el pecho, ya lo estaba sintiendo, pero el arma se le trabó”. Herido, dice Ana Laura, el hombre comenzó a correr, dio vuelta en la calle Tipografías y un poco más adelante se desplomó. En el suelo, pidió una ambulancia y que le dieran agua. Se lo llevaron al Hospital de Balbuena. “Mujer policía frustra un secuestro”, dirían los titulares al día siguiente.

—Siento orgullo, solo orgullo —me dice Ana Laura, joven y engastada en su camisola albeante.

Las cosas buenas hay que contarlas.

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