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“Los recuerdos tienen más
poesía que las esperanzas;
como las ruinas son mucho
más poéticas que los planos
de un edificio en proyecto”
Jacinto Benavente
Los fines de semana debieran ser para desentenderse de las obligaciones y ritualidades cotidianas. Los sábados y los domingos tendrían que suceder más lento, más parsimoniosamente, con todo el desenfado que la vida supone. Pero a veces, son más agitados que todos los días acumulados de un mes, de un año, de toda una historia.
Camino por el centro de la ciudad en viernes por la tarde, hacía mucho que no lo hacía. Con tiempo, me tomé la libertad de pasarme por el jardín Zenea para que le dieran grasa a mis zapatos. La imagen que guardaba en mi memoria de los boleros no correspondía en absoluto con el joven que me atendió. Era un hombre joven, sin el candor de los de antaño, sin las ganas de cruzar siquiera un par de palabras con su cliente. Pensaba en la imagen de un hombre más maduro, con canas, con experiencia, con encanto; y por cliente a un hombre que, con periódico en mano y con el pretexto de lustrar sus zapatos, se sentaba a comentar las noticias del día con el bolero. Pero ni yo era ese hombre, ni mi bolero era mayor que yo. Un tanto decepcionada, continué dando vueltas por las calles y plazas del centro. Tal vez buscaba algo, no sabía exactamente qué. Después de subir y bajar por los andadores, descubrí que había algo que me molestaba mucho; se fue volviendo una constante en cada esquina, en cada rincón, en cada espacio posible, se convirtió en una invasión. Me abrumó encontrar cientos de bolsas aparentemente artesanales que lucían completamente iguales. Además de bolsas negras gigantes, supongo llenas de más bolsas, que se amontonaban a las orillas de la plaza. Ni qué decir de los carritos robados del supermercado que sirven como vehículos a los indigentes, que se encontraban atiborrados de cosas y bolsas. Sus conductores a duras penas los desplazaban en medio de las angostas calles. Estas imágenes sacudieron mi estructura de un centro que desconocí al dejarlo de visitar por un tiempo. Descuidé mi relación con ese espacio y sí, me tomó por sorpresa.
Pero lo más valioso, es que con todo esto entendí que la fragilidad del tiempo, del espacio, la pureza del orden, son completamente irreductibles. El tiempo que se refleja en la ciudad es trastocado por todo, por todos. Ese tiempo que no sólo pasa, que se acumula y endurece sus arterias hasta provocarle grietas. Las mismas por las que se cuelan las agujas que fracturan el orden. Agujas que provocan pequeños dolores, casi imperceptibles. Así va sucediendo todo; sin hacerse notar, las indolencias y pesares de aquéllos que reclaman, se van apoderando del equilibrio hasta romperlo. Transforman en caos lo que pareciera inalterable, lo que siempre estuvo vigilado.
Eso pasa no sólo con las ciudades, sus calles, jardines y plazas. Eso sucede con los hábitos y procesos de vida que se traducen en estructuras aparentemente sólidas, pero que en algún momento los cimientos no soportaron la carga y se hundieron tanto que provocaron una fractura que se fue haciendo cada vez más grande en la medida en que era trastocada. Hasta que finalmente se derrumba, se desmorona, y sus restos caen ruidosa y estrepitosamente al tiempo que se van integrando al ambiente, al suelo que los contiene.
Así, el espacio que ocupaba esa estructura ahora no es más que el vestigio de lo que una vez existió, de lo que una vez se construyó. Ahora es un espacio vacío que perdió la continuidad dentro del todo. Es un lugar que solo guarda la memoria, las vivencias, de todo lo que una vez fue y ahora, simplemente ha caído sin pedir permiso.
Los fines de semana marcan un principio y un fin.
Contacto: Twitter @CDomesticada
Facebook: Piedad MG
PIEDAD MG es artista visual con maestría en
Diseño e Innovación en Espacios Públicos.
Actualmente es profesor de cátedra en el
Tec de Monterrey campus Querétaro.