Tengo una aversión al dispendio, más aun cuando lo que se malgasta el de los contribuyentes. La voracidad y el cinismo del gobierno que concluye me generan un enorme rechazo.

AMLO ha recogido el reclamo social por un gobierno austero y ha propuesto encabezar un régimen republicano. La mayoría de las medidas han sido bienvenidas. No obstante, entre las decisiones que se anuncian, hay algunas que tienen que revisarse por disfuncionales, absurdas y por el alto riesgo que entrañan.

Ningún funcionario público debe ganar más que el presidente, lo ordena la Constitución. Reducir el sueldo del presidente a 108 mil pesos (40% del ingreso de Peña Nieto) implica que de allí para abajo, van a ganar menos en cascada, ¿hasta cuánto?

El servicio público debe ser una vocación; quienes quieran hacerse ricos deben ir a otras actividades, pero si se reducen exageradamente los sueldos, cuadros valiosos con vocación de servicio pueden desalentarse e incentivar en otros funcionarios, deshonestos, procurarse moches que compensen.

Convertir Los Pinos en casa para la cultura y rentar para vivir una vivienda cerca de Palacio Nacional parece un desacierto. Lázaro Cárdenas se negó a vivir en el Castillo de Chapultepec porque pensó que no correspondía a un gobernante republicano, en su lugar escogió una residencia sobria, pero digna, a la que llamó Los Pinos.

El jefe del Estado mexicano debe vivir con sencillez, pero también con dignidad y funcionalidad; además de residencia oficial, Los Pinos es sede de las áreas que apoyan al titular del Ejecutivo, que requieren tener un acceso directo.

Transferir, por otro lado, al Estado Mayor Presidencial a la Sedena es también un desatino. Ese cuerpo ha incurrido en evidentes excesos, se ha convertido en un poder dentro del poder, y goza de una censurable autonomía; es preciso limitarlo en sus atribuciones y disminuir su tamaño y su presupuesto, pero eso es muy distinto a desaparecerlo; tiene mucha experiencia acumulada y cumple tareas inexcusables que no pueden quedar a cargo de improvisados sin afectar la seguridad del jefe de Estado.

Deshacerse de toda la flota aérea es otra ocurrencia. Sin duda que hay que reducirla drásticamente, hoy casi todas las dependencias disponen de aviones y helicópteros que se usan arbitrariamente, pero hay tareas de gobierno que exigen desplazamientos rápidos y eficaces; disponer de, digamos, dos aviones y de algunos helicópteros es obligado.

Algo similar ocurre con la idea de suprimir las áreas de comunicación de las dependencias; reducir su tamaño y definirles lineamientos para sus tareas, es pertinente; también lo es centralizar el manejo del presupuesto para publicidad, recurso que ha servido como instrumento de control. Pero desaparecerlas no parece una buena idea, hay muchos temas en cada ramo (campañas de vacunación, informes educativos) que deben ser difundidos desde las propias dependencias.

Tampoco parece sensato suspender las compras de computadoras en el primer año; si ya de por sí hay atrasos enormes en los sistemas informáticos de instituciones clave como el IMSS y el ISSSTE, el país no puede darse el lujo de rezagarse (la obsolescencia tecnológica es acelerada) en vez de avanzar hacia una plataforma tecnológica robusta y al día.

Un presidente con tanto poder, reclama contrapesos —institucionales, internos y sociales—, porque sus equivocaciones tienen todo el potencial de convertirse en leyes y en hechos. López Obrador está a tiempo de revisar algunas de sus propuestas y quienes están cerca de él (Alfonso Romo, Olga Sánchez Cordero, Tatiana Clouthier) deben advertirle sobre las implicaciones de algunas de ellas. Un demócrata sabe escuchar y tiene el valor de rectificar.

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