En el Museo de Arte de Fresno, California, admiramos una pintura de Diego Rivera y cartas del pintor relacionadas con su venta. El museo tiene un patio inspirado en el budismo zen: un piso de minúsculas piedras asemeja una playa fría o un desierto lejano. Al fondo, un árbol espléndido. La mente se libera de ataduras y desecha pensamientos dañinos cuando la mirada registra ese paisaje, que emula la belleza de Japón.

Al llegar a la casa donde ahora vivimos, teníamos la intención de crear un espacio semejante: pocas plantas nativas, que demandaran poca agua. Cubrimos el suelo con piedras grises. En una esquina, pusimos un breve jardín de suculentas, cada una en su maceta. Ninguna sobrepasaba los 30 centímetros.

Varias semanas más tarde, me di cuenta de que un pequeño agave había crecido al doble de su tamaño inicial. Me acerqué para comprobar que su raíz cupiera en la maceta. Entonces me di cuenta de que había roto la base de plástico y se había hundido en la tierra. Rompió sus paradigmas: se deshizo de su confinamiento, se dedicó a crecer y muy pronto alcanzó un metro de altura.

Las demás plantas quedaron en un rincón, oprimidas por la fuerza del guerrero que se apropió del patio al extender sus largas hojas, poderosas como lanzas, con su afilada punta dispuesta a defenderlo de cualquier opresión.

Este maguey es un monumento vivo, un edificio vegetal que ha crecido a la par de mis hijos, que pasaron por la adolescencia y llegaron a la juventud mientras esta valiente planta se apoderaba del patio y alcanzaba la soberanía de cuatro metros de altura.

No he visto ningún agave tan alto, ni tan bello.

Pertenece a la familia de las agaváceas, del orden asparagales. Hay 197 taxas del género Agave: 136 especies, 26 subespecies, 29 variedades y 7 formas. A partir de 1896, el botánico alemán Frédéric Albert Constantin Weber se dedicó a clasificar la flora de México. Los productores de Jalisco llegaron a la conclusión de que un agave como el mío era el más adecuado para la producción de tequila. En 1902, 
a esta especie le llamaron “Agave azul tequilana Weber”, en honor del sabio.

Nuestro agave provoca la conversación: las visitas sugieren que ofrezca sus pencas a productores de barbacoa, o que haga extraer la planta entera con ayuda de una grúa, para venderlo por mucho dinero. Yo contesto que éste es el principio de una fructífera industria de tequila, para suscitar la risa y cambiar de tema: este agave no se marcha a ninguna parte, ni será mutilado, ni servirá para extraer aguamiel ni nada.

Es mi compañero en la diaria batalla por la vida, es un rey solitario que gobierna un modesto palacio de piedras grises, es la memoria de mis ancestros: me provoca la imaginaria escena de mis bisabuelos recorriendo a caballo la llanura entre feroces agaves que definían su territorio con sus picos. Hay algo del corazón de México en su hermosa presencia. Es un símbolo de Jalisco, la tierra natal de mi marido. 
Los antepasados de mi monarca extendieron su dominio a varios países de América. En un viaje a Yucatán, José Martí escribió el poema “Yo sacaré lo que en el pecho tengo”. Estos son algunos versos: “Los sabios de Chichén, la tierra clara / donde el aroma y el maguey se crían / con altos ritos y canciones bellas / al hondo de cisternas olorosas / a sus vírgenes lindas despeñaban”.

Imagino al poeta cubano, apóstol de la independencia de su isla, conmovido ante la presencia de estos monumentos vegetales junto a los cenotes, sitios de ofrenda dolorosa. La belleza de la tierra esconde rituales trágicos: los últimos gritos surgidos de la garganta de muchachas sacrificadas dejaron ecos de dolor en paredes cinceladas por la naturaleza. El poeta escuchó ese llanto y los agaves, testigos de la historia, le acompañaron en su vivencia.

Carlos Pellicer, el poeta tabasqueño, escribió: “Veamos: / la flora es intocable; en cutis verde / la aguja del tatuaje, defensiva / punza el tacto a distancia. / Chillan flores carnales / sobre el nopal que sesga sus etapas / rimadas en elipse. Si hundo los pedales / surge en esbelto prisma el cactus órgano, / cuyo bisel alfiletero agarra / pequeñas nubes de heno. / El cactus cuya fálica erección / límite varonil marca al terreno. / El maguey en hileras militares / alerta el armamento y en su espera / endulza al agua de su sed de guerra / y emborracha al ladrón de sus panales”. “Retórica del paisaje”, se titula este poema. No hay más que decir.

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