Además de ser un ejercicio periodístico memorable, el intercambio entre Jorge Ramos y Andrés Manuel López Obrador en la conferencia matutina del viernes pasado sirvió para conocer los límites del voluntarismo mágico del presidente de México. López Obrador hizo campaña desde la promesa de un cambio inmediato gracias a la potencia ejemplar de su presencia en el poder. En “2018: La Salida”, su libro de campaña, López Obrador aseguraba, por ejemplo, que “la erradicación de la corrupción depende principalmente” de dos factores “la voluntad política” y la “autoridad moral” del Ejecutivo. Solo él, decía entonces, podía acabar con la corrupción. Pero López Obrador iba más allá. En su particular interpretación de los alcances de su carisma, al terminarse la corrupción gracias a su ejemplo moral, disminuiría también el crimen, la migración y hasta el cultivo de estupefacientes en el campo mexicano. En su toma de posesión enfatizó la velocidad del proyecto: “aplicaremos rápido, muy rápido, los cambios políticos y sociales”. De ese calibre era la apuesta del voluntarismo mágico de Andrés Manuel López Obrador.

Esa promesa de celeridad en la transformación del país, que estuvo siempre en el centro del discurso lopezobradorista rumbo al 2018 y que él y nadie más prometió al electorado, se ha convertido en un lastre. Como Jorge Ramos explicó con toda claridad parado junto al presidente, el ímpetu del crimen en México no solo no ha disminuido desde la llegada de López Obrador al poder, sino que ha mantenido un paso aterrador. Para sorpresa de nadie (salvo, quizá, del propio AMLO), conforme se acerca el primer semestre del gobierno lopezobradorista, el México violento no se ha dejado transformar por el aura presidencial.

Es evidente que el peso del problema angustia a López Obrador. Y con razón: la situación es alarmante. Por desgracia, antes que responder con la altura requerida y asumir la responsabilidad que toca, el presidente ha preferido recurrir a salidas falsas. Con Ramos, volvió casi de inmediato a una de sus muletillas favoritas: culpó al gobierno anterior de la dificultad de la tarea. Es un recurso retórico que perderá validez día con día. Sin dejar de lado el contexto histórico, la responsabilidad del rumbo del país es de quien está al timón y pretender lavarse las manos o incluso postergar la rendición de cuentas es un engaño inadmisible. Peor todavía: frente a Ramos, el presidente trató de desmentir los datos de violencia compilados… por su propio gobierno. En el camino cometió, además, un tropiezo aritmético elemental que no hizo más que revelar su prisa por vender una realidad diferente a la que a todas luces enluta a México. ¿Por qué lo hace? Se debe, me temo, a su obstinado apego al voluntarismo mágico.

Curiosamente, el intercambio con Ramos, de los que seguramente vendrán más ahora que el ejemplo está puesto, podría ser una oportunidad. Debería, supongo, servir al presidente para hacer un ajuste elemental en la narrativa de su gobierno. Es verdad que prometer no empobrece, pero prometer magia tarde o temprano decepciona. Algo parecido le ocurrió a Enrique Peña Nieto en sus primeros cien días de gobierno. Cuando candidato, Peña Nieto prometió una administración eficaz que reduciría la incidencia criminal gracias, decía Peña al electorado, a la experiencia del PRI en el gobierno. A su manera, Peña Nieto prometió también una transformación inmediata. Sobra decir que no la consiguió, ni a los cien días ni después (hace seis años publiqué, por cierto, un texto sobre este mismo tema —http://bit.ly/2UjihZp— con el mismo título que utilizo hoy en este espacio ).

López Obrador debería aprender la lección que la realidad insiste en imponerle. No es verdad que la corrupción se ha terminado. Tampoco es verdad que el crimen ha comenzado a moderarse. No es cierto que la economía camine hacia la prosperidad, como López Obrador también prometió. La realidad es mucho más terca y enredada. ¿Qué le queda por hacer? Quizá podría comenzar por dejar de lado, de una vez por todas, la idea de su propia pericia mágica para, en cambio, aprovechar sus intercambios matutinos para atemperar las expectativas del país que gobierna. Sería refrescante oírlo aceptar que, lejos de ser susceptible a la influencia milagrosa de un individuo, la realidad mexicana presenta retos que tomará años resolver no por decreto, ni solo con el ejemplo presidencial, ni desde la premura transformadora sino mediante la consolidación paulatina y difícil de nuestras instituciones. Podría también admitir que, contra lo que el presidente parece pensar, los problemas de inseguridad en México no comienzan y terminan con lo que ocurre en Palacio Nacional sino en el colapso del estado de derecho a escala municipal, donde realmente hay que reconstruir el futuro del país en lo que será un esfuerzo de años, no de meses. En suma, López Obrador tendría que admitir sus propios límites y dejarse de pretensiones mágicas. En la construcción de un país no hay cabida realmente para un hombre providencial. Existen problemas y voluntad para enfrentarlos, sin maquillar cifras, sin vender quimeras. Admitirlo fortalecería al presidente.

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