Una nación entera se avergüenza/ Es león que se agazapa/ Para saltar./ (Los empleados/ Municipales lavan la sangre/ En la Plaza de los Sacrificios.)/ Mira ahora,/ Manchada/ Antes de haber dicho algo/ Que valga la pena,/ La limpidez.

Octavio Paz

Era una tarde de miércoles, ya el reloj rebasaba las seis de la tarde. Faltaban 10 días para que se inauguraran los Juegos Olímpicos que mostrarían al mundo la mejor cara de México y su milagro político y económico. En vez de ello, México volvió a mirarse en el espejo negro de Tezcatlipoca y vio cómo de manera violenta se segaban las flores antes de dar frutos, vio la sangre de sus jóvenes correr en el altar de los sacrificios de los crímenes de Estado. Vio cómo se abría una herida que no cierra y a la cual se suman cada vez más heridas, como Ayotzinapa.

En la nostalgia, se dibuja a los años 50 y 60 como una edad de oro, una época de abundancia. Ciertamente, hubo un crecimiento económico en donde hasta México, devastado económicamente por la Revolución, pudo reconstruirse y crecer sostenidamente por años y mantener una paridad fija del dólar en 12.50 pesos por décadas.

El Estado mexicano otorgaba estabilidad pero era alérgico a la democracia y, como dice Enrique Krauze, esa extraña fórmula a la que se sumaba el crecimiento económico quiso ser imitada por varios países; pero ese ogro filantrópico, al parecer, sólo podía desarrollarse en México.

La década de los sesenta fue una era de rebeldía y contrastes, pero también de un pensamiento crítico que cuestionó la base misma del sistema político, tanto en el bloque capitalista como en el socialista. París, Praga, México, son emblemas de un espíritu contestatario y de espíritu transformador. Sin embargo, en los países totalitarios la respuesta a este espíritu fue asesinar a los jóvenes que encarnaban esos ideales. Mientras en Checoslovaquia los tanques rusos aplastaban las flores de la primavera checoslovaca, en el otoño mexicano los tanques y paramilitares asesinaban a sus propios hijos, hermanos: los estudiantes. El sistema político mexicano ya no volvería a ser el mismo, su fuente de legitimidad se había quebrantado.

Casi 10 años después de Tlatelolco, Octavio Paz escribió en su ensayo El ogro filantrópico: “Desde 1968 los gobiernos mexicanos buscan, no sin contradicciones, una nueva legitimidad. La fuente de la antigua era, por una parte, de orden histórico o más bien genealógico, pues el régimen se ha considerado siempre no sólo el sucesor sino el heredero, por derecho de primogenitura, de los caudillos revolucionarios; por la otra, de orden constitucional, ya que era el resultado de elecciones formalmente legales”.

Paz miraba en el horizonte la consolidación del sistema de partidos tras la reforma electoral de 1977, pero se cuestionaba si ésta tendría algún efecto ante un poder tan centralizado como el mexicano, por ello planteaba que primero el Estado tendría que autorreformarse.

A 50 años de la masacre de Tlatelolco, donde las cifras varían y los revisionistas de la historia pretenden minimizar el acontecimiento, ¿qué tanto hemos cambiado como sociedad? ¿Hemos logrado algo por lo que los jóvenes idealistas lucharon y pagaron con sangre? ¿Somos un país mejor? ¿Tenemos democracia y más libertades? ¿Tenemos estabilidad económica y crecimiento? ¿Tenemos paz? Las respuestas en este momento parecen ser negativas, y no por esa falsa añoranza de que todo tiempo pasado fue mejor, sino porque Tlatelolco es la más emblemática de una serie de heridas que hoy siguen abiertas en nuestro país que se desangra lentamente.

Algo tendremos que hacer para que el 2 de octubre no se olvide y podamos cambiar el país, como entonces muchos jóvenes lo soñaron y muchos lo desean actualmente. No desaprovechemos el momento histórico.

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