No sé ustedes, pero yo siento que la voracidad del coronavirus nos ha comido hasta los dos primeros meses de este 2021. Que la pandemia nos ha impuesto su ley y prolongado el calendario al grado de que enero y febrero no existieron y que diciembre está por cumplir sus primeros cien días.

Y es que no hablamos de otra cosa: que si los casi 200 mil muertos oficiales o los 400 mil reales; que los más de dos millones de contagiados; los deprimentes negocios cerrados; el ulular de las sirenas; los rostros de 12 millones de desempleados; la bienvenida cruel a la realidad de los barrios marginados; el cerco del miedo hecho de muertos con nombre y apellido.

Y flotando en todas partes, como una neblina inevitable, la incertidumbre; la amenaza omnipresente del enemigo invisible e incomprensible; ¿cómo puede ser tan letal y destructiva una criatura microscópica? En mi necesidad de comprender, hice una de las preguntas más idiotas de mi carrera a dos prestigiadas especialistas. ¿Tiene el coronavirus un nanocerebro que le permite huir cuando se siente acosado, mutar cuando es necesario y, por supuesto, contagiar y salir volando?

No, me respondieron. Sí es un ser vivo, pero no hay indicios de que posea un cerebro. Reacciona así, dada su naturaleza. Y no siempre es el mismo, considerando sus resultados que dependen también de cada individuo al que contagia. Con unos es muy benigno, al grado de tratarlos como asintomáticos; en cambio a otros los mata en unas cuantas horas. O les deja secuelas temporales o permanentes tan severas como fatiga crónica, dolor de cabeza, trastorno de atención, caída del cabello o discapacidad respiratoria. O sea, que nos puede marcar para siempre.

En contraste, el prestigioso historiador José N. Iturriaga me dice que las epidemias en México datan desde la era precolombina y las crónicas se extienden por la conquista y el virreinato hasta llegar a principios del siglo pasado, cuando la influenza o gripe española mató a medio millón de mexicanos y nuestra población era de 15 millones; una mortandad de 3%. Así que, nuestros 200 mil decesos de ahora significan un mexicano muerto por cada 700. Es decir, que aquella epidemia fue 20 veces más mortífera que el coronavirus de hoy. La Peste Negra que asoló a Europa a mediados del siglo XIV, dejó 80 millones de muertos frente a los dos millones y medio que el Covid 19 ha matado en todo el mundo.

Sin embargo, hablamos de una pandemia que a nivel planetario nos está dando lecciones contrastantes: precisamente, por ser un fenómeno global se ha multiplicado por miles de millones en notas periodísticas, mensajes y redes sociales diseminando lo mismo la esperanza que el terror; las vacunas significan a la vez, la posibilidad de la salvación o el horror de mirarnos al espejo con todas nuestras desigualdades a veces inhumanas. Así se han puesto a prueba los gobiernos de todo signo.

En el caso nuestro, me quedo con el título contundente del libro de la harvardiana Laurie Ann Ximénez Fyvie: Un daño irreparable: la criminal gestión de la pandemia en México. Y con el recuerdo de aun cuando desde principios de 2020 ya se tenían noticias de miles de muertes en Europa, el 28 de febrero el vocero López Gatell dio a conocer el primer caso de Covid-19, diciendo que se trataba de una “enfermedad emergente” y que “no había indicios de comportamiento grave”. Y aquellos exhortos del presidente López Obrador: “salgan, abrácense” y su negativa hasta ahora al uso del cubrebocas. Feliz cumpleaños a los dos.

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