Soy uno de los 30.1 millones de mexicanos que votó por AMLO. Lo hice convencido de que su proyecto político, a diferencia de los otros respaldados por 24.8 millones de ciudadanos, era el que ofrecía soluciones distintas a las aplicadas sin grandes resultados durante las últimas tres décadas. No hubo en mi voto ni expectativas de beneficio personal alguno ni lealtades fanatizadas que me impidan cumplir con la obligación periodística de señalar eventuales desvíos en el camino abierto por una genuina esperanza de cambio.

Las elecciones ganadas por AMLO y Morena —sin duda el hecho político más significativo del año que recién terminó— abrieron la ruta de un innegable cambio que está en marcha. Más allá de la petulancia del término Cuarta Transformación (y ojalá los resultados la hagan merecedora del sentido histórico del concepto), hay evidencias de cambios en el sistema político y en el modelo económico. Su alcance y profundidad no se encaminan hacia el socialismo o el totalitarismo. Si bien López Obrador se sitúa en el espectro político-ideológico de la izquierda, forma parte de un proyecto histórico (el nacionalismo revolucionario) que ha buscado y busca consolidar el capitalismo a gran escala en nuestro país.

Aun así, no han sido menores las resistencias que le han opuesto los llamados poderes fácticos y sus beneficiarios. AMLO, invariablemente, usa para contrarrestarlas su amplia base de apoyo social. Por eso insiste en que jamás habrá divorcio con el pueblo.

Eso explica su tozudez en cancelar el NAIM de Texcoco respaldado en consultas populares limitadas, sin suficiente representatividad y sin árbitro. Esto dañó la credibilidad de las herramientas de la democracia directa, mientras que aquello pegó en la confianza del capital al suspender una obra avanzada y necesaria en lo que, a juicio de este columnista, será recordado como el “error de octubre”.

Los ciudadanos comunes nos seguimos preguntando si realmente es posible arrancar de tajo la corrupción e instaurar la austeridad como política pública. Sobre el primero de estos puntos aún no hemos visto algún hecho contundente, si acaso algún esbozo del plan para acabar con el negocio del huachicol operado desde adentro de Pemex como una estructura paralela. Y sobre la austeridad: se acabaron las pensiones presidenciales, se ajustaron los sueldos de los altos funcionarios públicos, se puso a la venta el avión presidencial, se cancelaron seguros médicos privados y se redujeron los gastos de operación y la estructura del aparato burocrático. Qué bueno cesar a la burocracia dorada, pero ahora deben atenderse los denunciados despidos masivos de servidores públicos de franjas inferiores que, inequitativamente, también están pagando los platos rotos.

El Presupuesto salió bien y salió equilibrado. Al menos en el papel están contenidos los recursos para financiar los ambiciosos programas sociales del nuevo gobierno. Pero faltan explicaciones, cuentas con peras y manzanas que respondan con absoluta transparencia cómo se obtendrá ese dinero ya con los recortes exigidos por la austeridad y la promesa de que no habrá más impuestos ni deuda ni gasolinazos.

El aumento a los salarios mínimos, pactado con el sector patronal es, a no dudarlo, un incontestable indicio de cambio. Igual lo son la reorientación de la política energética, los apoyos a jóvenes y a adultos mayores, el tren interoceánico y hasta el tren maya.

Por último y en términos prácticos, se puede decir que el nuevo gobierno no militariza al país, sino que continúa en el camino ya andado de su militarización, por más matices que se le pongan al tema de la Guardia Nacional que, en las próximas semanas, deberá ser resuelto por el Congreso. Si asumimos que esa militarización ha sido parte central de la violencia que nos carcome, cuesta creer que, con el mismo recurso, se vaya a abatir la inseguridad. Fracasar en eso no lo tiene permitido López Obrador. Sería el fracaso de todo su proyecto.

El futuro se ve difícil y este 2019 que inicia será el año en que sabremos si el camino del cambio mantiene encendida la esperanza o la desvía hacia el desencanto. Yo voté y voto por la esperanza.

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