Por José Luis de la Cruz Gallegos

Hace casi 20 años se afirmó que el cambio en el sistema de pensiones garantizaría que los trabajadores mexicanos y sus familias tendrían acceso a un retiro digno. Al mismo tiempo se indicó que la medida aliviaría la presión que enfrentaban las atribuladas finanzas públicas. Hoy ambas aseveraciones parecen lejanas.

Como se recordará, en 1997 se adoptó el sistema conocido como fondo para el retiro, administrado por agentes financieros privados. Bajo ese mecanismo, el gobierno federal decidió que sería el ahorro laboral de empresas y trabajadores el que definiría la cantidad de recursos con las que una persona contaría para vivir durante su vejez.

Por otro lado, las autoridades se comprometieron a respetar los derechos adquiridos por quienes comenzaron a laborar formalmente, con registro en el IMSS, antes de 1997. En consecuencia se generó un mecanismo de transición para este grupo de trabajadores: al final de su etapa productiva tienen la posibilidad de elección, es decir, pueden escoger entre retirarse mediante el mecanismo de las conocidas como Afore o el de recurrir al esquema de la Ley del Seguro Social de 1973.

El esquema de transición evitó que los derechos ganados por los trabajadores en activo antes de 1997 fueran trastocados. Algo razonable y apegado al derecho mexicano.

No obstante, a menos de 20 años de la puesta en marcha de las Afore, hay cosas que siguen sin cambiar. Las finanzas públicas siguen en problemas y los trabajadores enfrentan problemas para alcanzar un salario digno.

La debilidad del mercado laboral ha incidido en que 58% de los trabajadores mexicanos se encuentren vinculados con la informalidad, este simple hecho limita su acceso a la cobertura de seguridad social y por lo tanto a una Afore.

En consecuencia no están aportando los recursos necesarios para alcanzar un retiro digno.

Por otro lado se encuentra la precariedad salarial. Como es conocido, México enfrenta una reconversión en las remuneraciones que se pagan a los trabajadores, se pierden las plazas laborales de quienes ganan más de tres salarios mínimos y se crean oportunidades de menores ingresos.

El resultado inmediato es que las aportaciones a las Afores son modestas para las necesidades que implica una vejez digna.

Los trabajadores tienen escasa capacidad de ahorro, el salario mínimo de hoy tiene 25% de capacidad de compra del vigente a mediados de la década de los años 70. Vivimos 40 años de precarización salarial.

Bajo este contexto se puede decir que el análisis de la OCDE tiene razón en apuntar que el sistema de las Afore no asegura una vida digna después del retiro laboral.

La informalidad, los bajos salarios y las bajas aportaciones obligatorias que marca la ley permiten prever una raquítica pensión para quienes comenzaron a trabajar después de 1997. Eso conducirá a un problema socioeconómico que deberán enfrentar las autoridades que dirijan los destinos de México a partir del 2030. Fue la herencia de 1997.

Sin embargo hay otro fantasma que apareció con la afirmación de la OCDE en el sentido de que hay que reducir las pensiones para las personas que se encuentran en el régimen de transición, es decir a aquellas que tienen acceso a la Ley del Seguro Social de 1973, y con ello a un retiro más digno.

Hacerle caso a la OCDE “afectaría a 26 millones de mexicanos que comenzaron a cotizar antes del primero de julio de 1997 e implicaría una reducción de entre 30 y 70 por ciento en el monto de su retiro”.

Evidentemente que esto suena atractivo desde el punto de vista de las finanzas públicas, reduciría sus compromisos financieros conocidos como pasivos contingentes.

No obstante, es una propuesta peligrosa para una sociedad en donde la pobreza va en ascenso y con ello la inestabilidad social.

Se deben explorar alternativas socialmente responsables al mismo tiempo que se garantiza la salud de las finanzas públicas.

Director del Instituto para el Desarrollo Industrial y el Crecimiento Económico

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