Dicen que en las comidas es donde se cierran los negocios. Pero esta vez, el ingeniero Gabriel Monterrubio no llevó a sus posibles clientes al usual restaurante de la colonia San Ángel (en la ciudad de México), donde ya lo conocen muy bien. Estaba a más de tres mil kilómetros de distancia, en un huso horario diferente y con una lengua que no dominaba. Sus “clientes” eran los senadores de Estados Unidos.

Durante su estadía en la capital estadounidense, llevó a pequeños grupos de senadores a un restaurante conocido por sus prominentes cortes de carne para convencerlos. Con traductor simultáneo, semanas más tarde subió al podio del Senado. “Estaba muy nervioso”, me confiesa. Al final de la sesión logró que todos los senadores pasaran una ley para permitirle vender un certificado de repatriación. De esta manera, los restos de quienes lo contratasen, aunque no tuvieran papeles, al morir en territorio estadounidense, serían enviados a sus lugares de origen.

Necesitaba 42 votos para lograr que pasara la ley. Por unanimidad, y como pocas veces se había visto, logró los votos tanto los de los republicanos como los de los demócratas. Estaba resolviendo un problema: los gobiernos de Estados Unidos ahorraban los gastos de mantener en la morgue por meses los cuerpos de los inmigrantes, entre otros gastos, para finalmente enviarlos a la fosa común.

Pero el camino a Washington, D.C., comenzó años atrás en una oficina frente a Bellas Artes y la Torre Latinoamericana.

¿Ingeniero? Seguro. Ya graduado de ingeniería civil, se resistía a pensar que, después de que lo estafaron en un negocio para pintar algunas casas para el gobierno del Estado de México (en tiempos del gobernador Juan Fernández Albarrán, 1963-1969), se había quedado sin dinero, sin sus 300 trabajadores y con la determinación de no volver a construir para nadie más.

Mientras se iba a reunir con un primo suyo para ver qué negocio ponían juntos, se encontró, en la calle de Madero, a un viejo amigo, que trabajaba en La Nacional.

—Vente conmigo a vender seguros.

—Tengo una carrera, titulado, no voy a estar con un portafolios de casa en casa vendiendo “seguritos”.

—No te dediques a vender seguros, solo se los ofreces a tus amigos. Cuando me traigas la solicitud llenada me la entregas y aquí te pago en efectivo.

La comisión era de 25%. Eso facilitó las cosas para que se le quitara la pena de ofrecer “seguritos”. Cuando le dieron el libro con las tarifas para ver el valor de las primas (lo que se paga anualmente), lo hojeó y después de unos minutos se lo regresó a su amigo, ahora su jefe. “Ten esta porquería. Ya me la sé”.

—¿Cómo? A ver, ¿cuánto de prima por un seguro para una persona que fuma de 40 años?

El joven de 22 años, con regla de cálculo en mano, le da la respuesta sin dudar. Lo que había estudiado por cuatro años ahora lo había aplicado para calcular el esquema de los seguros. Finalmente, había develado el modelo de negocio de las aseguradoras.

“Me fui a ver a mi primo, le vendí una póliza a él y a todo su personal. Siete pólizas. Al fin del mes me dieron mil pesos en monedas de plata como reconocimiento por ser el campeón de ventas de todo el país”. De todo el país. Sin saber cuánto solían vender los demás empleados y sabiendo cuándo desenvainar la regla de cálculo, logró lo que no se había propuesto.

“Me dieron una oficina en ‘Regalos Nieto’ en San Juan de Letrán y Juárez (hoy, Lázaro Cárdenas y Juárez, el edificio de Telmex). Me asomo en la calle y veo mares de gente. Soy campeón de ventas vendiendo una póliza diaria. En un año venderé 300, en dos 600, pero, ¿quién va a asegurar a este millón de personas?”.

Se bajó y caminó entre la gente. Afuera del edificio había un bolero que donde ponías los pies tenía las figuras de dos leones.

—¿Tienes seguro de vida?

—No, ¿qué es eso?

—¿Cómo que nadie te ha ofrecido un seguro de esta compañía?

—No.

—No puedo creerlo.

Directo a la cabeza. Ya en el nuevo siglo, tocaron a su puerta en una tarde lluviosa. Al abrir, se encontró con Chela y Alex Lora, debajo de un paraguas rectangular que los cubría a los dos. Minutos más tarde estaban en la sala de su casa, con guitarra en mano, interpretando la canción “Tierra en mis manos” (el título no oficial de los certificados de repatriación). A la esposa de Gabriel le brotaron las lágrimas.

“Esta canción es tuya, para que hagas con ella lo que quieras. Para promover el certificado”, le dijo Alex Lora, un convencido de la labor social de ese producto. “Pero eso sí, déjame tocarla en mis conciertos en Estados Unidos”.

No pasó mucho tiempo cuando la canción se oía en el perifoneo para promover el certificado que ya se podía comprar en las sucursales de Banorte en territorio mexicano. “Por cada 10 certificados que se venden en México, solo se compra uno en Estados Unidos”, me dice el ingeniero en su oficina en Periférico Sur, donde sobre una consola tiene todas las pequeñas banderas de los países a donde hace la repatriación. Prácticamente toda Centroamérica. “Guatemala ha funcionado muy bien”.

Para concretar el trato con Banorte fue directamente con Guillermo Ortiz y Alejandro Valenzuela, entonces presidente del consejo y director general, respectivamente. Con ellos vende cerca de 20 mil dólares mensuales.

“Si voy con los de Recursos Humanos de las empresas yo les represento más trabajo, así que no soy tan bien recibido”. Si, en cambio, va directamente a la cabeza logra cerrar alguna venta, que en este caso fue en las más de mil 900 sucursales de Banorte-Ixe se ofrezca su certificado de repatriación.

PRAINCODERECI. De vuelta a sus tiempos de vendedor para otra aseguradora, lo fue a visitar un directivo de Bimbo. En las noches daba clases de ventas en una academia en la colonia Roma de la ciudad de México. “Vengo a verlo porque el grupo que le encargamos de nuestros empleados ha crecido 30% en ventas”.

Semanas antes, el ingeniero Gabriel Monterrubio, cuando se dio cuenta de que sus alumnos serían “choferes de la Bimbo” tuvo que idear un sistema que pudieran recordar y aplicar inmediatamente cada vez que se enfrentaban con un abarrotero.

Todo lo que había aprendido lo sintetizó y decantó. El método sigue siendo referencia: PRAINCODERECI. PResentación, Atención, INterés, COnvicción, DEseo, REsolución, Cierre.

En un cuarto contiguo a su oficina tiene lo que él llama, medio en serio, medio en broma, su “egoteca”. Allí las paredes no bastan para todos los reconocimientos, diplomas, premios; entre ellos, un cartel de una corrida de toros dedicada a él en febrero de 1974 por sus ventas.

El ingeniero ofrece la oportunidad a los empleados de tener un seguro de vida. Por esto es que va directo a la cabeza de las empresas. Les crea productos adecuados para cada corporación. Él mismo idea el producto. Lo que en otras aseguradoras se le delega a un equipo extenso de actuarios, en Grupo SEP el mismo Gabriel Monterrubio. Pero no un cliente supuesto, sino de clientes con quienes puede comunicarse, conocerlos y tener interacción con ellos. Es decir, el cliente ya no es un número o una métrica, sino una persona real.

Ayúdame, Compadre. La desventaja de uno es la ventaja de la competencia. “Mira, el sector asegurador es una porquería. Hay 100 compañías, hay compañías con 100 años y no han podido penetrar más que a 3% de la población. Al 1.5 del PIB, cuando otros países tienen 13%”.

Las razones que da son varias y han sido estos espacios que han dejado las grandes aseguradoras donde su empresa, Grupo SEP (Servicios Especiales Profesionales) ha ganado terreno.

“No hacen productos para la gente. ¿Para qué quiere una póliza Slim? Pero si se muere un albañil y la esposa no tiene dinero para enterrarlo, empeña esto y empeña lo otro. Le venden a quien no lo necesita”.

Otra razón que da es que “te venden una póliza de un millón de pesos de prima, ganan la mitad y se tardan 10 minutos en hacer solo una póliza. Si venden pólizas de 100 pesos y venden miles, imagínate el trabajo que tiene que hacer y no lo quieren hacer”. Es decir, parafraseándolo, esperan ganar mucho con poca venta. Ese es su modelo de negocio.

“Tres: no tienen la administración perfecta que debe tener una compañía para realizar venta masiva. Sus sistemas son una porquería. Para emitir mil pólizas diarias, llevar un control por nóminas... no lo tienen”.

Súbele al volumen. “He traído mil 900 muertos. Pagan 50 dólares anuales y me cuesta 2 mil 500 dólares el que me sale más barato traer”. Cada producto es un modelo de negocio. Y todos sus productos se pueden resumir en un par de líneas, para entenderlo mejor y, también, para venderlo mejor a más personas.

Cada semana se mueren entre cuatro o cinco migrantes de los que tiene con certificado de repatriación. Cuando llegan los cuerpos a las comunidades, muchas de ellas de muy bajos recursos, le ofrecen al ingeniero o a sus representantes gallinas, pan u otras dádivas como agradecimiento. Creen que le deben algo a Grupo SEP, cuando no es así.

“Le llaman de Presidencia”. Un día recibió una llamada de la oficina de la Presidencia del Poder Ejecutivo en tiempos de Vicente Fox.

Así nació el Certificado de Repatriación. “Llegaron varias camionetas con guaruras y los hice subir a mi oficina”.

Querían que resolviera que los inmigrantes muertos en Estados Unidos pudieran viajar a México, en avión y sin problemas, pero el gobierno federal no podía pagar por esa repatriación.

Una semana después, el ingeniero Monterrubio se presentó en Los Pinos. Días después le llamaron de la Presidencia:

—Adelante. Échelo a andar.

—No es tan fácil. Ahora tengo que ir a Washington.

Preparó su maleta para unos días y se pasó meses en Estados Unidos.

*** Si se trata de venderle al 90% (ahora tiene cerca de 2 millones 500 mil pólizas) del mercado que las demás aseguradoras han dejado libre, el camino para Gabriel Monterrubio sigue libre.

Gabriel Monterrubio tiene la colección más grande de timbres postales en México. Pero sus hobbies no se detienen ahí. Como buen vendedor, también es cazador.

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